Calculo
que llevaré aquí unos dos años. La primera imagen que recuerdo son
las nubes a través de los charcos en la arena. A pesar de la
situación, la imagen me impactó por su belleza, era como un oasis
en el desierto, como un trozo de cielo en el suelo y ésa es la
imagen a la que acudo cuando todo parece ir mal.
Me
desperté en un estado semejante a una mala resaca. Apenas podía
abrir los ojos, cegado como estaba por el sol y la confusión. Sentía
el pantalón mojado y la camisa seca, notaba el vaivén del mar en
los pies, los labios salados y un silencio distinto al que conocía.
Es curioso que tenga estas sensaciones tan frescas y ningún recuerdo
de mi presumible vida anterior.
Miré
tras de mí. Desde la orilla hasta la línea que separaba el mar del
cielo no se veía ni una sola embarcación. No tardé en deducir
cómo habría llegado hasta aquí y, muy poco más, en entender que
estaba solo. Absolutamente solo.
Hice
un recorrido rápido por la isla. Resolví hacerme cuanto antes con
lo necesario para poder refugiarme cuando cayera la noche. No conocía
las condiciones climáticas ni atmosféricas del lugar, no tenía ni
idea del punto del planeta en el que me encontraba y temía que
resultase demasiado hostil.
No
recordaba mucho de mí, pero agradecí mi constitución atlética y
mi buena forma física y predisposición. En poco tiempo, tenía
cuanto necesitaba. Bueno, la comida no me faltaba al menos. De vez en
cuando recitaba poemas y pequeños textos extraídos de no sé qué
parte de mi memoria que, sin embargo, me cerraba el paso hacia otros
recuerdos más importantes sin duda. Al principio, me daba cierto
reparo perder el tiempo en estas menudeces. No sé: esculpir en la
arena o dibujar, tallar bellamente las ramas, escuchar las caracolas,
identificar la melodía que marcaba el viento en las ramas... Sentía
algo parecido al remordimiento, pero necesitaba reafirmar mi
condición humana, escuchar aunque fuese mi propia voz. Temía perder
la capacidad de hablar, de crear, anhelaba cualquier cosa que me
alejase de la vida animal que llevaba. Pero cuando llegué sólo
pensaba en avistar aviones o barcos, hacer fogatas, armar ruido o
cualquier cosa que me pudiera llevar de vuelta al mundo y estos
pequeños placeres se me antojaban un auténtico despropósito.
Después
de dos años puedo decir que esta isla me posee y que todo cuanto
veo me pertenece.
¿Soy
feliz? No lo sé, me da miedo preguntármelo. ¿Me he rendido? Temo
igualmente la respuesta. ¿Qué es lo que echo de menos? ¿A quién?
¿Quiero regresar?
Hoy
ha pasado algo realmente insólito, quizá sueño o definitivamente
me he vuelto loco. Lo cierto es que tengo en mis manos una botella,
extraigo el papel que contiene, reconozco la caligrafía, diría
incluso que la amo.
“Querido
naúfrago:
Te
escribo desde una tierra firme que se tambalea. No entiendo nada, no
sé qué nos pasa, no sé por qué hacemos lo que hacemos. Por eso,
en ocasiones, te envidio. Envidio tu soledad y tu libertad, comprendo
que ya no hagas nada para que te encontremos. Suerte. Recuerda que te
adoro con todo mi ser. Siempre tuya. Sólo tú.”
La
cursi despedida me remueve por completo. Por primera vez después de
dos años, estoy llorando. Le contesto como puedo escribiendo sobre
la arena y el viento con descaro va borrando a la vez.
“Querida
desconocida:
Imaginarás
que no llegué aquí por deseo propio. Esta soledad y libertad que
envidias son producto de un naufragio. Implica una pérdida
impuesta, no se trata de una renuncia. Desde aquí, con la
perspectiva que me da esta isla y el olvido, te diré que el ser
humano no está tan mal”.
Texto de Santi Jiménez
Imagen de Matt Brown
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