jueves, 18 de agosto de 2016

Carta a un naúfrago

Calculo que llevaré aquí unos dos años. La primera imagen que recuerdo son las nubes a través de los charcos en la arena. A pesar de la situación, la imagen me impactó por su belleza, era como un oasis en el desierto, como un trozo de cielo en el suelo y ésa es la imagen a la que acudo cuando todo parece ir mal.
Me desperté en un estado semejante a una mala resaca. Apenas podía abrir los ojos, cegado como estaba por el sol y la confusión. Sentía el pantalón mojado y la camisa seca, notaba el vaivén del mar en los pies, los labios salados y un silencio distinto al que conocía. Es curioso que tenga estas sensaciones tan frescas y ningún recuerdo de mi presumible vida anterior.
Miré tras de mí. Desde la orilla hasta la línea que separaba el mar del cielo no se veía ni una sola embarcación. No tardé en deducir cómo habría llegado hasta aquí y, muy poco más, en entender que estaba solo. Absolutamente solo.
Hice un recorrido rápido por la isla. Resolví hacerme cuanto antes con lo necesario para poder refugiarme cuando cayera la noche. No conocía las condiciones climáticas ni atmosféricas del lugar, no tenía ni idea del punto del planeta en el que me encontraba y temía que resultase demasiado hostil.
No recordaba mucho de mí, pero agradecí mi constitución atlética y mi buena forma física y predisposición. En poco tiempo, tenía cuanto necesitaba. Bueno, la comida no me faltaba al menos. De vez en cuando recitaba poemas y pequeños textos extraídos de no sé qué parte de mi memoria que, sin embargo, me cerraba el paso hacia otros recuerdos más importantes sin duda. Al principio, me daba cierto reparo perder el tiempo en estas menudeces. No sé: esculpir en la arena o dibujar, tallar bellamente las ramas, escuchar las caracolas, identificar la melodía que marcaba el viento en las ramas... Sentía algo parecido al remordimiento, pero necesitaba reafirmar mi condición humana, escuchar aunque fuese mi propia voz. Temía perder la capacidad de hablar, de crear, anhelaba cualquier cosa que me alejase de la vida animal que llevaba. Pero cuando llegué sólo pensaba en avistar aviones o barcos, hacer fogatas, armar ruido o cualquier cosa que me pudiera llevar de vuelta al mundo y estos pequeños placeres se me antojaban un auténtico despropósito.
Después de dos años puedo decir que esta isla me posee y que todo cuanto veo me pertenece.
¿Soy feliz? No lo sé, me da miedo preguntármelo. ¿Me he rendido? Temo igualmente la respuesta. ¿Qué es lo que echo de menos? ¿A quién? ¿Quiero regresar?
Hoy ha pasado algo realmente insólito, quizá sueño o definitivamente me he vuelto loco. Lo cierto es que tengo en mis manos una botella, extraigo el papel que contiene, reconozco la caligrafía, diría incluso que la amo.
Querido naúfrago:
Te escribo desde una tierra firme que se tambalea. No entiendo nada, no sé qué nos pasa, no sé por qué hacemos lo que hacemos. Por eso, en ocasiones, te envidio. Envidio tu soledad y tu libertad, comprendo que ya no hagas nada para que te encontremos. Suerte. Recuerda que te adoro con todo mi ser. Siempre tuya. Sólo tú.”

La cursi despedida me remueve por completo. Por primera vez después de dos años, estoy llorando. Le contesto como puedo escribiendo sobre la arena y el viento con descaro va borrando a la vez.

Querida desconocida:
Imaginarás que no llegué aquí por deseo propio. Esta soledad y libertad que envidias son producto de un naufragio. Implica una pérdida impuesta, no se trata de una renuncia. Desde aquí, con la perspectiva que me da esta isla y el olvido, te diré que el ser humano no está tan mal”.



Texto de Santi Jiménez
Imagen de Matt Brown


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