Sufrido
diario:
Treinta
años después has vuelto a mis manos. Te ha rescatado ella como a
mí.
Treinta
años después debo confesar que aún me gusta mirarla. Todavía me
trae cerezas y mares hacerlo.
Algunas
cicatrices y atrevidas arrugas han ido escribiendo victorias y
derrotas sobre ella. La hacen aún más bella, más deseable.
Esta
mañana se acercó sonriente hacia mí, ocultando algo tras la
espalda:
- Mira lo que he encontrado, ¿quién era un malote con diario? Jajaja.
- ¿Y quién era dulce hasta decir basta y ahora tiene bastante mala leche?
Nos
reímos ambos, estaba exquisita con ese fingido aire de maldad.
Forcejeamos sin mucho empeño en el sofá, mientras yo trataba de
arrebatarle esta antigualla para evitarme el bochorno. Me ha
despistado con un beso, ganando como siempre y ha leído tus hojas en
voz alta:
“
Mayo, 2016.
Lo
sé, ella no se fijaría en alguien como yo.
Soy
repetidor, llevo unos cuantos piercings y otros tantos tatuajes,
alguno en francés para que no descubran lo mío con Rimbaud: “El
niño adormecido se ha callado”, podrían
caerme collejas por todas partes si descubren que soy tan maricona
que me gusta leer.
Ella toca el violín, tiene las manos pequeñas, blancas y delicadas
como jazmines y es la hija de la jefa de estudios con la que tanto me
reúno. Desayuna piezas de fruta en el recreo y yo salto la tapia de
atrás para irme a fumar con la Élite, mi pandilla. No hacemos mal a
nadie, es más, diría que lo nuestro es un bien social, redecoramos
la ciudad de manera gratuita. Prácticamente ya no queda pared
limpia, salvo las nuestras y estamos planteándonos seriamente
visitar el pueblo vecino.
Algún
profesor de esos enrollados me ha felicitado porque últimamente no
me estoy saltando las clases. No sabe que ella es la razón. He
pedido sentarme en las primeras filas, eso también ha merecido una
felicitación. Mi campo visual ha mejorado bastante. Antes sólo
podía verle el pelo, estudiar esas hondas rubias que cuentan
historias, que invitan a meter los dedos y deshacerlas, como si se
disipasen los problemas, como si mi padre fuera a encontrar trabajo
de repente o mi madre fuese a dejar de beber y yo no fuera uno de
esos niños de Dickens.
En
serio que me doy asco. Si cualquiera de la Élite se enterase de los
pensamientos que tengo, me iba a caer spray hasta en el carnet de
identidad, ése que pierdo cada vez que me lo hago.
Al
principio creí que estaba enfermo. ¡Joder, hasta perdí el apetito!
Yo que me meto entre pecho y espalda cualquier cosa y no engordo,
para desgracia de mi hermana. Ahora me estoy quedando en el chasis.
¿Y las ojeras? ¡Madre mía, las tengo tatuadas! Lo más patético
es que me he metido en el grupo de whatsapp de la clase para
conseguir su número y deleitarme con su foto. Alguna vez he pedido
los apuntes incluso para pasar desapercibido.
La
veo juguetear con la capucha del bolígrafo. Rimbaud susurra: “Su
boca se entreabre, sonriente, y parece que sus labios entornados
invocan a Dios”. En
esos momentos no puedo evitar besarla. Bueno, besarla mentalmente, yo
me entiendo. Son besos lentos, no como los que le doy a otras chicas:
apresurados, urgentes, con mucha lengua. Son besos en suspenso. Me
detengo como si fuese un diente de león y pudiera desaparecer si no
llevo cuidado. Me quedo a unos milímetros de su boca, cierro los
ojos y respiro su aliento, es un aliento a brisa de mar, de ese mar
al que solía ir con mis abuelos. Me quedo ahí unos segundos y me
acerco hasta rozar sus labios, unos labios breves, gruesos, rojos,
como cerezas. Visualizo su espalda cubierta de arena y siento el
tacto de su piel caliente y suave contrastando con los minúsculos
granos. Para entonces suena la campana.
Como
suele suceder los males no vienen solos y esta noche la Élite ha
planeado una salida, la última casa que nos queda por sellar.
Efectivamente, la de la jefa de estudios.
He
intentado escaquearme, si ella me viera cualquier posibilidad que
tenga por pequeña que sea se esfumaría de un plumazo. Pero ha sido
imposible. Me he vestido de negro y he procurado que hiciésemos el
“trabajo” lo más rápido posible. He vuelto a casa con el
corazón en la boca. He dormido intranquilo, con la sensación de que
había alguien ahí afuera.
La
alarma del móvil y una notificación han sonado a la par. ¡Dios, es
ella! :”El negro te
sienta muy bien. Por cierto, tú también tienes una sorpresa”.
Estoy
desconcertado, sin duda anoche me vio, no sé si fingir que estoy
enfermo. Bah, es una estupidez, si va a dar el chivatazo más vale
enterarse cuanto antes e inventar una cuartada potente. Salgo
decidido, tanto que olvido la mochila. Regreso a por ella y ahí está
“la sorpresa”. Mi pared ha sido mancillada por una grafitera
inexperta, sin duda.
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