jueves, 18 de agosto de 2016

365 días

Según mis padres habíamos sido uña y carne de niños. Ella, tres años mayor que yo, proclamaba a los cuatro vientos que éramos novios y me mangoneaba a su antojo. Ése era todo el recuerdo que yo tenía de la prima Elena, lo que me habían contado. Pues bien, muy gorda la debía haber liado cuando a sus diecisiete años la enviaban a la otra punta del planeta. Yo tendría que dejarle mi cuarto y trasladarme al trastero. Me pidieron encarecidamente que no le hiciese preguntas y que llevase “cuidado”.
El primer día que llegó, no nos habló a ninguno de los tres ni siquiera se quitó las gafas de sol. Al día siguiente, su actitud era bien distinta y se deshizo en “por favor, tía”, “gracias, tío”, “permíteme, primo”. Sus palabras amables combatían con su mirada penetrante y escrutadora. Nos estaba estudiando. Por la noche, se coló en mi trastero. Parecía otra, algo se había hecho en los ojos, los enmarcaba una sombra oscura del mismo color de su minúsculo short y el top, que no era muy distinto a un sujetador. Se acercó moviendo el mundo con sus caderas y se sentó en mi cama.
  • Hay que ser valientes, ¿no crees? Ya habrá tiempo de pensar en las consecuencias.
Me pareció una extraña manera de iniciar una conversación. Sacó dos cigarrillos de la nada y me dijo:
  • Fuma. ¿Te lo han contado ya? ¿Sabes por qué estoy aquí?
  • Me temo que para arruinarme la vida.- Me miró a los ojos, yo esperaba una sonrisa, pero no ocurrió. Asintió:
  • Muy bien, chico listo. Me gusta cómo piensas. Prepárate que esta noche nos vamos a divertir.
Cuando me vine a dar cuenta estábamos en el metro y Elena llevaba una cerveza en la mano. Caminaba un paso por delante de mí sin permitirme ver otra cosa que no fuera ella. Se giró y nos quedamos a un milímetro, llevó su mano hacia mi cara, anticipé una caricia o una palmada pero en lugar de eso, agarró mis gafas y las lanzó a la vía.
  • Ve a buscarlas, chico triste. Quiero ver qué tan valiente eres.
Tenía miedo, aquellas gafas no me importaban nada, pero a Elena no se le podía decir que no.
Descendí a la vía, nadie se inmutó al ver semejante cosa. Elena me miraba con la cabeza inclinada y los brazos en jarras. Mi corazón sonaba por la megafonía y me impedía escuchar el sonido de la máquina que se aproximaba, los ojos de Elena eclipsaban las luces que se acercaban hacia mí. Me maldije por mi estupidez y traté de salir de ahí lo antes posible. Me esperaba la mano fría y blanca de Elena que me ayudó a subir. La abracé temblando y ella me susurró al oído:
  • La última vez que nos besamos estábamos debajo de una mesa, lo recuerdo.
Regresamos a casa en silencio, ella un paso por delante de mí, con los auriculares en los oídos, creo que sin escuchar nada. Yo, tratando de recordar aquel beso infantil bajo la mesa.
  • Esta noche dormimos juntos. ¿Sabes? Para poder pecar a lo grande hay que parecer ejemplar a los ojos de los estúpidos.- Me dijo.
Llegamos a casa, deshizo su cama y se acomodó en la mía. Esa sería nuestra rutina, retarme cada noche, hacerme vivir y morir a un tiempo y meterse en mi cama. Por la mañana antes de que el resto despertara, se mudaba a su dormitorio y bajaba a desayunar con carita de niña buena y vestida como una catequista.

La dulce Elena de día, me ofrecía una manzana envenenada cada noche. “A ver qué tan valiente eres” comenzaba y me quitaba la cartera y me indicaba: “Quiero que entres ahí y salgas con un regalo para mí”. O “me gusta el móvil de aquel chico, quiero uno igualito, quiero ése precisamente”. Aquello era palabra de Dios, pero un dios insaciable que siempre quería más.
No estoy orgulloso de nada de lo que hice. Tampoco puedo negar que fueron probablemente los 365 días mejores de mi vida.


Texto: Santi Jiménez
Ilustración: Akiko Ijichi



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