Según
mis padres habíamos sido uña y carne de niños. Ella, tres años
mayor que yo, proclamaba a los cuatro vientos que éramos novios y me
mangoneaba a su antojo. Ése era todo el recuerdo que yo tenía de la
prima Elena, lo que me habían contado. Pues bien, muy gorda la debía
haber liado cuando a sus diecisiete años la enviaban a la otra punta
del planeta. Yo tendría que dejarle mi cuarto y trasladarme al
trastero. Me pidieron encarecidamente que no le hiciese preguntas y
que llevase “cuidado”.
El
primer día que llegó, no nos habló a ninguno de los tres ni
siquiera se quitó las gafas de sol. Al día siguiente, su actitud
era bien distinta y se deshizo en “por favor, tía”, “gracias,
tío”, “permíteme, primo”. Sus palabras amables combatían con
su mirada penetrante y escrutadora. Nos estaba estudiando. Por la
noche, se coló en mi trastero. Parecía otra, algo se había hecho
en los ojos, los enmarcaba una sombra oscura del mismo color de su
minúsculo short y el top, que no era muy distinto a un sujetador. Se
acercó moviendo el mundo con sus caderas y se sentó en mi cama.
- Hay que ser valientes, ¿no crees? Ya habrá tiempo de pensar en las consecuencias.
Me
pareció una extraña manera de iniciar una conversación. Sacó dos
cigarrillos de la nada y me dijo:
- Fuma. ¿Te lo han contado ya? ¿Sabes por qué estoy aquí?
- Me temo que para arruinarme la vida.- Me miró a los ojos, yo esperaba una sonrisa, pero no ocurrió. Asintió:
- Muy bien, chico listo. Me gusta cómo piensas. Prepárate que esta noche nos vamos a divertir.
Cuando
me vine a dar cuenta estábamos en el metro y Elena llevaba una
cerveza en la mano. Caminaba un paso por delante de mí sin
permitirme ver otra cosa que no fuera ella. Se giró y nos quedamos a
un milímetro, llevó su mano hacia mi cara, anticipé una caricia o
una palmada pero en lugar de eso, agarró mis gafas y las lanzó a la
vía.
- Ve a buscarlas, chico triste. Quiero ver qué tan valiente eres.
Tenía
miedo, aquellas gafas no me importaban nada, pero a Elena no se le
podía decir que no.
Descendí
a la vía, nadie se inmutó al ver semejante cosa. Elena me miraba
con la cabeza inclinada y los brazos en jarras. Mi corazón sonaba
por la megafonía y me impedía escuchar el sonido de la máquina que
se aproximaba, los ojos de Elena eclipsaban las luces que se
acercaban hacia mí. Me maldije por mi estupidez y traté de salir de
ahí lo antes posible. Me esperaba la mano fría y blanca de Elena
que me ayudó a subir. La abracé temblando y ella me susurró al
oído:
- La última vez que nos besamos estábamos debajo de una mesa, lo recuerdo.
Regresamos
a casa en silencio, ella un paso por delante de mí, con los
auriculares en los oídos, creo que sin escuchar nada. Yo, tratando
de recordar aquel beso infantil bajo la mesa.
- Esta noche dormimos juntos. ¿Sabes? Para poder pecar a lo grande hay que parecer ejemplar a los ojos de los estúpidos.- Me dijo.
Llegamos
a casa, deshizo su cama y se acomodó en la mía. Esa sería nuestra
rutina, retarme cada noche, hacerme vivir y morir a un tiempo y
meterse en mi cama. Por la mañana antes de que el resto despertara,
se mudaba a su dormitorio y bajaba a desayunar con carita de niña
buena y vestida como una catequista.
La
dulce Elena de día, me ofrecía una manzana envenenada cada noche.
“A ver qué tan valiente eres” comenzaba y me quitaba la cartera
y me indicaba: “Quiero que entres ahí y salgas con un regalo para
mí”. O “me gusta el móvil de aquel chico, quiero uno igualito,
quiero ése precisamente”. Aquello era palabra de Dios, pero un
dios insaciable que siempre quería más.
No
estoy orgulloso de nada de lo que hice. Tampoco puedo negar que
fueron probablemente los 365 días mejores de mi vida.
Texto: Santi Jiménez
Ilustración: Akiko Ijichi
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