Tú,
tan mesurado y controlado como siempre, mantuviste en todo momento la
compostura. No derramaste ni una sola lágrima, asegurándome que era
lo mejor para los dos. Luego supe que ese par no me incluía.
Yo
grité, lloré y maldije en todas las lenguas existentes, muertas e
imaginarias. Me arrastré, te abracé y supliqué mientras recogías
pausado tus bienes más preciados. Tu abrecartas, tus libros y tus
cds fueron tu prioridad, por encima de la ropa o de alguna foto. Yo,
tan ilusa como de costumbre, mantuve la esperanza, hasta que cerraste
tras de ti, de que te llevases nuestra foto del viaje a Roma. Lo sé,
sería un contrasentido. Recuerdo cuánto me dolió que olvidases
despedirte. Al principio, me ilusioné al interpretar que quizá se
trababa de una pausa temporal, pero después comprendí que en
realidad, donde quiera que fueses, ya no me necesitabas.
Me
dijiste que volverías a por el resto de cosas otro día y que
procurara no estar por allí. Planeé introducir entre tus bártulos
algún objeto mío, mi aroma, mi vida o alguno de mis regalos, con la
esperanza de atraparte un poco, de marcarte, pero finalmente, no me
atreví.
Comencé
a repasar la lista de fallos buscando el principio del fin, anhelando
una marcha atrás. Me culpé por mis despistes constantes, por mis
chistes malos, por no saber hacerte la carne al punto como a ti te
gusta, por mis frecuentes dolores de cabeza, por mi manía de besarte
y abrazarte incluso dormido interrumpiendo con esto tu delicado
sueño. Luego, me invadió la rabia y te odié fuerte, con todas mis
ganas y, tan falsamente, que en seguida se volvió contra mí.
Me
pediste que pensara qué quería conservar yo realmente y que
intentara ser lo más justa posible en el reparto de los objetos
comunes. A mí sólo se me antojaban cosas tuyas. No quería nada que
me hubiese pertenecido mientras fui tan feliz, te lo podías llevar
absolutamente todo, sobre todo a mí.
Desoyendo
todos los consejos quemé tu móvil con llamadas perdidas, saturé tu
bandeja de entrada y te dejé 3000 mensajes de voz; una voz
fingidamente alegre unas veces, entrecortada por los sollozos otras,
suplicante, airada, entregada, desafiante, cortante y nuevamente
entregada. Y vuelta a empezar.
Como
era de esperar no contestaste ni una sola de mis señales de humo.
Hasta que una voz me indicó que el usuario había cambiado de número
y el correo me devolvió un “Failure Notice”. Aún así no me di
por vencida, investigué un poco y te escribí una carta a tu nueva
dirección postal. Me convencí de que no te habías marchado, que
sólo habías emprendido un pequeño viaje de negocios. Por qué no,
últimamente te surgían con frecuencia. La carta decía así:
“Querido
mío:
Espero
que estés bien y que hayas llegado intacto a tu destino. Llevo una
semana sin ir a trabajar, no sé si es gripe o qué, pero no estoy
muy allá. El gato te extraña como nunca, se acuesta en tu lado del
sofá, en tu lado de la cama, está triste y ya no ronronea. Te envía
saludos.
Estoy
algo preocupada pues me dio la sensación de que te marchaste algo
molesto, apenas sin despedirte. Seguro que he hecho algo mal y estoy
dispuestísima a arreglarlo. Ten fe en mí, sólo tienes que decirme
qué esperas exactamente y lo haré. Te prometo ser perfecta, te
prometo hacer cualquier cosa, te prometo no ser yo. Te prometo no
volver a llorar si tú estás de buen humor y no contarte ni un solo
chiste si estás enfadado. Prometo igualmente respetar tus silencios,
tu mal-despertar. Te regalo mi taza del desayuno, si la quieres es
toda tuya. Recuerdo que al principio era la que más te gustaba y yo
me tuve que empeñar en quedármela.
Quiero
que sepas que no he olvidado regar tus apreciadas plantas ni un sólo
día desde que te tuviste que ir, incluso estoy aprendiendo a
quererlas. He limpiado meticulosamente tu mesa del despacho sin mover
ni un sólo objeto. Estoy viendo tus programas preferidos y he
apuntado varias cuestiones para que las debatamos en cuanto vuelvas.
Tampoco te preocupes por esos kilitos que tanto te molestaban, estoy
sin probar bocado unos cuantos días y la verdad, sin ningún
esfuerzo. Ya no tendrás que avergonzarte de mí en ninguna
convención, con decirte que entro perfectamente en el vestido de
nuestra primera cita.
Cuídate
mucho, estoy deseando que vuelvas, te extraño, te sueño, te quiero.
Siempre
tuya.
XXX.”
Al
cabo de una semana, llamaron a nuestra puerta, pusieron en mi mano la
carta aún sin abrir.
Era
una mujer de mediana edad, era tu “lo mejor para los dos”, era
Ella y olía a ti.