viernes, 7 de noviembre de 2014

El Principito

Perdóname, lo he vuelto a hacer, sé que te prometí que no volvería a ocurrir, que no volvería a entrometerme, pero ya sabes esta tendencia mía a darle la razón al corazón y desoír mi cabeza. Así que no me he podido resistir. ¿Sabes?, me recuerdan mucho a nosotros, dos islas que se aman sin conocerse.¿Te suena esa frase? Sí, es tuya.
Cada día los veo llegar por separado. Él sube por la boca del metro, con ese aire tan tuyo, tan de caminar por encima de los sueños tropezando con todo lo mundano, como alguien que tiene mil cosas que hacer pero fuera de este espacio. Como tú, que nunca fuiste de este mundo.
Ella llega en su bici, con su mochila, sus gafitas y algún libro que, curiosamente, yo también he leído. Siempre se sienta en la misma mesa, en nuestra preferida y subraya el ejemplar que ese día lleve entre manos. Entre pitos y flautas, acaba tomándose el café frío. Y él, se enfrenta a unas tostadas que nunca acaba y se dedica a mirarla con la mirada extasiada de quien ha encontrado, sin saber, lo que tanto buscaba.
Amo estar detrás de esta barra, contemplar lo que un día construimos juntos, nuestra cafetería parisina (como te gustaba llamarla)colmada de esperanzas, charlas, garabatos sobre servilletas, conversaciones a media voz... y ahora ellos.
Cuando entendí que necesitarían un pequeño empujoncito, comencé a “intervenir” (mil perdones otra vez, querido). Me costó unos pocos eurillos. Convine en decirle a la joven lectora, durante unos cuantos días, que su consumición ya había sido abonada por cortesía del chico de la barra. Ella lo miraba y sonreía, creo que él moría un poco, pero seguía sin mover ficha, dedicado a la pura y minuciosa contemplación.

Por fortuna, cuando ya llevaba “invitándola” (yo) a desayunar durante más de una semana, antes de marcharse, ella se dirigió sin miramientos hacia mi protegido; por supuesto, la implacable ley de Murphi confabuló para que él tuviese con la boca llena y no lograse articular palabra:
  • Muy amable, gracias por el desayuno.- Y se marchó en su bici, dejándolo sopesando cada sonido como si estuviese descifrando un jeroglífico.
Así que por miedo a que mi galán se quedase mirándola eternamente, después de algo más de dos semana de desayuno gratis para la dama, incorporé pequeñas obsequios, como bombones o caramelos acompañando el café de la ciclista.
Y ocurrió que de nuevo ella se le acercó y esta vez le agradeció “sus” invitaciones con un ejemplar listo para la demolición de “El Principito” y estas palabras:
  • Lo tengo desde niña, creo que todos deberíamos leerlo alguna vez. Muchas gracias de nuevo por los desayunos.- Y se lo entregó, sus dedos ni siquiera se rozaron, pero parecían anticipar caricias, parecían prometerse amor, ajenos a sus dueños.
Por primera vez, lo vi marcharse atento a sus pasos, como si portara entre sus manos la clave de la felicidad o la fragilidad del planeta.
Llegó a casa y abrió las desgastadas páginas, inspiró como si se le fuera la vida en ello. El libro estaba impregnado de ella, podía acariciar su caligrafía alocada por cada margen, había letras de diferente tipo, de diferentes edades. Era casi un diario. Pensó las veces que aquel “Principito” habría dormido entre sus sábanas, sonrió ante la idea de que incluso la habría visto con trenzas y brackets.”

¡Maldita sea!, no sé cómo continuar el relato y he de entregar el texto en nada. Se diría que mis musas estén de vacaciones. Es más, aseguraría que una de ellas ha muerto y las demás han acudido presurosas a su funeral. Estoy seca, vacía y creo que la situación fúnebre de mis musas no le va a servir como excusa al profesor.
De acuerdo, creo que sé lo que tengo que hacer. Él está ahí mismo, en la barra, como un pájaro de otra galaxia al cobijo de esta camarera que siempre me sonríe cómplice. No sé qué se traerá entre manos. O quizá sí.

Me bebí el café frío de un trago, cogí mi mochila del respaldo de la silla, guardé el cuaderno y casi todo lo demás y me dirigí decidida hasta el chico de las tostadas con mi ejemplar de “El Principito” palpitando en la mano. Supe entonces que para acabar mi historia tendría que vivirla. 

Texto y foto: Santi Jiménez.

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