domingo, 7 de junio de 2015

Días de sol

Me decías que yo tenía un fetiche con las manos, con tus manos para ser más exactos y yo te miraba con fingida ofensa. Es de esas cosas que no recordaba hasta hoy, cuando me encontré con aquella foto de nuestras manos entrelazadas y por detrás, escrito con tu caligrafía: “Pacto de sangre” y una fecha.

Por aquel entonces, tú y yo éramos días soleados y no sé si recordarás que solías reírte por todo, con tu boca pegada a mi cuello. Yo aún siento cómo inevitablemente se me erizaba la piel a tu contacto, cómo se me contagiaba tu risa y cómo siempre, siempre acabábamos en un beso.

En días como éste te echo de menos y sé que de alguna manera, en algún lugar tú también me extrañas a mí. Me lo prometiste. Nos lo debemos.
Comenzamos esta historia sabiendo que tarde o temprano lo sería. No podía ser de otra manera: Tú venías con el corazón empeñado en otra causa y yo llegaba sin apenas corazón. Tú habías vivido más de mil vidas entre el cielo y el infierno, entre aquellos brazos que te estrechaban si mirabas para otro lado y te alejaban cuando les devolvías el abrazo. Y yo, yo no había salido del purgatorio de mis cuatro paredes, las mismas que años después han vuelto a recibirme.
Como te digo, lo nuestro estaba condenado a dejar de ser, pues nuestras maletas eran demasiado pesadas y aunque intentamos olvidarlas en la primera estación, jamás logramos deshacernos del equipaje de mano.
Tal vez nuestro error fue comenzar tan muertos de miedo. Etiquetarnos nos daba un pánico atroz, ponerle nombre a lo nuestro era darle consistencia, conferirle vida y ninguno sabíamos si eso era lo que queríamos.“No le pongamos nombre a esto", ésa y otras frases similares, dictadas por el miedo, se convirtieron en estribillos más que conocidos para nosotros. "No somos nada", insistíamos y tú cumplías tu parte a la perfección. Pero yo, yo hacía de aquella "nada" mi "todo".
Hubo un tiempo, no obstante, en el que diría que fuimos felices. Sí, sin duda yo era feliz, hasta que, distraído, un día me cruzaste la mirada y la vi a ella, tan satisfecha en tus ojos, tan segura de su trofeo y con aquel aire triunfal. Persistente, implacable y vencedora aún en la distancia.
Imaginaba su mirada, la de ella, complacida cuando, a veces, yo te pedía que me abrazaras y me besaras un poquito en el sofá. “Sólo un par de abrazos y me voy". Y tú, siempre tan disciplinado, cumplías tu parte con soltura: un par de abrazos, un par de besos y ya. Y, sin embargo, yo cerraba los ojos, te agarraba fuerte, enredaba mis dedos en tu pelo, te buscaba con mi lengua, te arañaba, te abrazaba con las piernas, con los ojos, con mi vida, pero, al final, cruzaba la puerta y cerraba por fuera, aunque nunca me iba del todo.
Me dolían sobre todo esos besos que sabían más a ella que a mí. Los aceptaba como si de una limosna se tratara. Sabía lo que había, sufría lo que no podía ser y lo bendecía muy a mi pesar. En cambio, tú fingías no saberlo, pero la buscabas con sigilo en cada beso de mi boca, hasta perderte, hasta perderme, hasta perdernos.
A la desesperada intenté deshacer torpemente aquel encantamiento, desatar ese triple nudo que te amarraba irremediable y dulcemente a ella, a tu verdugo, a tu amor.

Yo había vuelto a pintar por aquellos días. Siempre tú, tú y tú en todos y cada uno de mis cuadros. Mis pinceles te veneraban, trataban de poseerte y desposeerte de ella. Y con ese fin, yo hacía tu retrato día y noche, de memoria, sin fotografía y sin modelo e intentaba exiliarla a ella del brillo de tu mirada, casi lo lograba, pero no alcanzaba el mismo efecto fuera del lienzo. Por eso nunca firmé aquellos cuadros y fue por eso que nunca permití que nadie (incluido tú) los viera.

Texto: Santi Jiménez
Fotografía: @GolfaDemocracia

miércoles, 3 de junio de 2015

Salto al vacío


La vida se hace la puta, pero a mí no me engaña. Yo me he bebido mil amaneceres, yo he visto el viento acariciar la hierba y el sol colarse entre las ramas, entre tu pelo.
A ratos, la vida se pone cuesta arriba pero a mí no me disuade. Yo he alumbrado dos hijos y visto regresar gente de la muerte.
A la vida le apetece en ocasiones, hacerse la estrecha pero a mí no me confunde. Yo he dado abrazos que sanan y he recibido besos de los que curan. Yo, que he hablado a un centímetro de tu boca, salvando las distancias. Yo, que te he acariciado con palabras mientras besabas mis dedos calientes, lento y desesperado, yo que he revuelto tu pelo, yo, que me he visto en tus ojos por primera vez, yo, ya no me detengo.
Pues sí, la vida se pondrá en plan puta y te querrá cobrar por sus favores y te pedirá incluso las vueltas y propina.
Pero ésa es la misma que baila como nadie, que como nadie te mete el ritmo en el cuerpo. Ésa es la misma vida que se hará de sangre caliente si tienes frío, la misma que templará tu corazón cuando refresque, que vendrá en son de paz si estás rendido. Y al rato se tornará hostil y acero, hielo y miseria y te tocará las pelotas para que te superes.
Y te hará abandonar la senda, salir de tu predecible zona de confort y te llevará desnudo al parque o a pasear por los tejados sin más timón que tu paraguas abierto hacia el cielo.
A la vida no le exijas respuestas porque igual se quedará muda. En cambio, si olvidas las preguntas igual le pone banda sonora a ese beso das bajo la lluvia o te canta con voz de confeti el cumpleaños feliz.
Si es que la vida es muy así y aprieta y también ahoga, pero sabe dónde y cuándo tira y afloja. Porque a la vida, como a una amante esquiva, le encanta sentirse deseada. Porque la vida comprende que no es nadie sin la muerte. Y así, le gusta que, de cuando en cuando, la veamos bien de cerca, para hacernos sentir vivos nuevamente.

Por eso no te quepa la menor duda alguna vez habrás de saltar, asegurándote bien de que el paracaídas sea convenientemente defectuoso para sentir por segundos la caída libre. Pues sucede que, a veces, saltar al vacío es la única forma de avanzar. Porque comprende que, a ratos, nada de lo que conoces es verdad y es preciso desaprender en segundos las lecciones que te han robado años.

Texto: Santi Jiménez
Fotografía: Yves Klein, Salto al vacío, 5 rue Gentil Bernard, París, 1960