Todos
necesitamos uno. Un amigo al que confiarías la llave del tesoro, un
amigo que, en realidad, es el tesoro.
Yo
tengo uno así. Anoche, después de quince años, le dije “te
quiero” por primera vez. No porque no lo sepamos, no porque hiciese
falta, simplemente por el placer de compartir con él tan sagradas
palabras. He dicho muchos “te quieros” y he sentido todos y cada
uno, pero el de anoche ha dormido conmigo y todavía revolotea dentro
de mí. Ha desayunado a mi lado, nos hemos lavado los dientes juntos
y se ha sentado conmigo frente al ordenador.
Así
que disculpad si hoy os escribo emocionada, perdonad si acaso estas
palabras están mojadas. Sabed que con él las lágrimas durarían
apenas un par de minutos, conoce trucos que las convierten en
carcajadas como por arte de magia. Mi amigo es un alquimista, un
renacentista en pleno siglo veintiuno, es humilde y sabedor de sus
virtudes, es de carne y hueso, es artista, es grande, es cercano, es
certero, es cabal, es un loco encantador de esos que van a por el
pan, arreglan un enchufe, destilan poesía o escriben teatro.
No
puedo decir que yo haya estado siempre a la altura. Él conoce los
motivos y acepta las razones o el sinsentido. Se mantuvo firme como
un faro, inamovible como una montaña, cálido como ese abrazo que
espera tu regreso, cómplice como esa madre que cuando la lías te
recibe con un “¡qué suerte que ya estás en casa!”. Mientras
estuve apartada del mundanal ruido, sorda como una tapia ante la
fiesta de la vida, nunca faltó su llamada. Su perseverancia me
alegra y me sorprende a partes iguales. Sin embargo, y a pesar de que
no salen las cuentas, él nunca me ha hecho sentir en deuda.
Simplemente
él es así, tiene el don de acordarse de mí cuando está feliz,
cuando los planes salen bien, cuando le inundan las buenas noticias o
cuando sabe que estoy de aquella manera.
Mi
amigo es un valiente. Mi amigo cambió la seguridad y estabilidad de
un trabajo perfectamente infeliz por el inquietante y enriquecedor
coqueteo con los sueños. Y, porque a veces estas cosas pasan o
porque él hace que pasen, resulta que los sueños le están haciendo
ojitos a él.
Os
hablaría de las noches sin reloj en su taller rodeada por sus
cuadros y los de sus alumnos. Ese taller que es una burbuja con
vistas a la locura, a la cordura, a tiempos remotos y futuros, un
taller que me recuerda que todo es posible, que nada es tan grave, se
arregle o no, que estamos vivos y que somos unos privilegiados.
Os
hablaría, si me lo permitís, del placer, del enorme privilegio de
escucharlo al piano con su última canción, mientras sonríe, fuma o
golpea el suelo con un pie marcando el ritmo y recordándome que el
suelo sigue ahí y que para poder volar también es necesario
tocarlo.
Os
contaría de su paciencia infinita cuando le pido otra vez, cada vez
que toque la mía, esa que empieza con un “Pierdo la razón”, la
que confiesa que “hasta me tiemblan las piernas de miedo cuando te
veo andar por el filo de la vida sin mí” y que no me canso de
escuchar.
Os
hablaría del entusiasmo con que me lee los fragmentos de su última
novela (la tercera ya) y de lo afortunada que me siento de asistir a
ese alumbramiento prácticamente en directo.
Por
no mencionar esas fiestas en su casa de la playa en aquel porche
donde nunca falta el serpentín, la comida o el gusto por la vida,
donde no se precisa invitación y donde el catálogo humano es más
variado que en el metro de Londres.
Por
todo esto, por lo que callo, por lo que no sé expresar, por todas
las veces que me eriza la piel, me revuelve el alma o resucita mi
sonrisa, creo sin duda que todos deberíamos tener un amigo así.
(A
mi amigo, el artista Pedro García Jiménez)
Texto: Santi Jiménez
Obra: Pedro García Jiménez
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