jueves, 18 de agosto de 2016

La llave del tesoro

Todos necesitamos uno. Un amigo al que confiarías la llave del tesoro, un amigo que, en realidad, es el tesoro.
Yo tengo uno así. Anoche, después de quince años, le dije “te quiero” por primera vez. No porque no lo sepamos, no porque hiciese falta, simplemente por el placer de compartir con él tan sagradas palabras. He dicho muchos “te quieros” y he sentido todos y cada uno, pero el de anoche ha dormido conmigo y todavía revolotea dentro de mí. Ha desayunado a mi lado, nos hemos lavado los dientes juntos y se ha sentado conmigo frente al ordenador.
Así que disculpad si hoy os escribo emocionada, perdonad si acaso estas palabras están mojadas. Sabed que con él las lágrimas durarían apenas un par de minutos, conoce trucos que las convierten en carcajadas como por arte de magia. Mi amigo es un alquimista, un renacentista en pleno siglo veintiuno, es humilde y sabedor de sus virtudes, es de carne y hueso, es artista, es grande, es cercano, es certero, es cabal, es un loco encantador de esos que van a por el pan, arreglan un enchufe, destilan poesía o escriben teatro.
No puedo decir que yo haya estado siempre a la altura. Él conoce los motivos y acepta las razones o el sinsentido. Se mantuvo firme como un faro, inamovible como una montaña, cálido como ese abrazo que espera tu regreso, cómplice como esa madre que cuando la lías te recibe con un “¡qué suerte que ya estás en casa!”. Mientras estuve apartada del mundanal ruido, sorda como una tapia ante la fiesta de la vida, nunca faltó su llamada. Su perseverancia me alegra y me sorprende a partes iguales. Sin embargo, y a pesar de que no salen las cuentas, él nunca me ha hecho sentir en deuda.
Simplemente él es así, tiene el don de acordarse de mí cuando está feliz, cuando los planes salen bien, cuando le inundan las buenas noticias o cuando sabe que estoy de aquella manera.
Mi amigo es un valiente. Mi amigo cambió la seguridad y estabilidad de un trabajo perfectamente infeliz por el inquietante y enriquecedor coqueteo con los sueños. Y, porque a veces estas cosas pasan o porque él hace que pasen, resulta que los sueños le están haciendo ojitos a él.
Os hablaría de las noches sin reloj en su taller rodeada por sus cuadros y los de sus alumnos. Ese taller que es una burbuja con vistas a la locura, a la cordura, a tiempos remotos y futuros, un taller que me recuerda que todo es posible, que nada es tan grave, se arregle o no, que estamos vivos y que somos unos privilegiados.

Os hablaría, si me lo permitís, del placer, del enorme privilegio de escucharlo al piano con su última canción, mientras sonríe, fuma o golpea el suelo con un pie marcando el ritmo y recordándome que el suelo sigue ahí y que para poder volar también es necesario tocarlo.
Os contaría de su paciencia infinita cuando le pido otra vez, cada vez que toque la mía, esa que empieza con un “Pierdo la razón”, la que confiesa que “hasta me tiemblan las piernas de miedo cuando te veo andar por el filo de la vida sin mí” y que no me canso de escuchar.
Os hablaría del entusiasmo con que me lee los fragmentos de su última novela (la tercera ya) y de lo afortunada que me siento de asistir a ese alumbramiento prácticamente en directo.
Por no mencionar esas fiestas en su casa de la playa en aquel porche donde nunca falta el serpentín, la comida o el gusto por la vida, donde no se precisa invitación y donde el catálogo humano es más variado que en el metro de Londres.
Por todo esto, por lo que callo, por lo que no sé expresar, por todas las veces que me eriza la piel, me revuelve el alma o resucita mi sonrisa, creo sin duda que todos deberíamos tener un amigo así.


(A mi amigo, el artista Pedro García Jiménez)  

Texto: Santi Jiménez
Obra: Pedro García Jiménez

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