Esta
mañana la nostalgia se sirve en plato hondo.
Hoy
es mi cumpleaños y la cama no me deja levantarme. He remoloneado un
poquito y he cerrado los ojos para poder recrear de nuevo tu regalo.
Tus manos frías al principio, tu boca fresca y húmeda, tus dientes
blancos, tus ojos del color de ese atípico cielo de ..., las pocas
veces que hace sol. Casi he podido escuchar tu voz de contador de
historias, esa voz que habla como escribe. Desde la mesilla me mira
el libro que me regalaste. Lo tomo entre mis manos y leo de nuevo la
dedicatoria: “Hoy me he dado cuenta de que la respuesta a la
pregunta “¿El arte o la vida?” eres tú”. Excesiva y
emocionante, como todo lo nuestro. Sonrío y lloro, y sé que es
felicidad.
Hay
que estar muy loco para emprender un viaje tan largo sólo para
conocerme. Rematadamente loco para venir con el único propósito de
hacerme feliz. Porque, sin duda, eso es la felicidad: momentos en los
que no te cambiarías por nadie. Porque fuimos tan felices que ni
siquiera hay una foto que sirva de testigo.
Era
la primera vez que recibía a alguien en el aeropuerto. Durante el
trayecto al mismo, la voz del GPS parecía juzgarme e instarme a que
diera media vuelta. No es que estuviese nerviosa, no, es que mi
corazón no encontraba su lugar.
El
avión llegó con una hora de retraso. El tiempo justo para ir diez
veces al baño, quitar y poner el carmín, comprobar el aliento cada
cinco minutos, leer nuestras conversaciones, ver tus fotos y ponerme
mucho más nerviosa.
Y
por fin, apareciste. Eres más joven y más guapo de lo que esperaba.
Te acercaste sonriendo y no necesitaste leer el cartelito que yo
sostenía para besarme sin mediar palabra. Ése sería el primer beso
de mil y la prueba irrefutable de que no me había equivocado. Todo
estaba bien, todo sería inolvidable. Nuestras manos se encontraron y
ya no se soltarían hasta nuestra despedida con aquel beso sabor
café, de nuevo en el aeropuerto.
El
sol nos festejaba y las calles cambiaban a nuestro paso. No sé qué
le has hecho a los lugares, pero mi ciudad ya no es más mi ciudad y
mi portal, jamás será el mismo.
Por
fin consigo levantarme de la cama, debo irme a trabajar y aparentar
que todo sigue igual. Desayuno con tu recuerdo, me ducho pensando en
ti y me visto sabiendo que tú harías lo contrario.
Por
cierto, olvidé decirte que en el mundo hay un lugar al que siempre
puedes volver, del que nunca te has ido.
Muchas
gracias, mi pequeño gran regalo.
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