jueves, 18 de agosto de 2016

Diente de león

Este año sólo puedo arañar diez días de vacaciones. He alquilado una casita en la costa, no está muy cerca de la orilla del mar, pero me gusta aprovechar ese pequeño camino hasta la playa para ordenar los pájaros de mi cabeza.
Estoy llevando como el que no quiere la cosa una rutina que me está sentando de maravilla. Madrugo, café con leche y tostada, zumo natural y, sin mirar, me zampo un par de golosinas. Paseo hasta la playa y me doy un baño rápido. Entro en el agua caminando, he decidido no hacer aspavientos por fría que esté y sigo hasta que me cubre. Me quito el bañador y nado un poco. Primero a braza, luego a crol y finalmente, a espalda. Por último, hago el muerto, me vuelvo a poner la prenda opresora y salgo de nuevo. Después paseo por la orilla, por la zona mojada de la arena. Odio tomar el sol vuelta y vuelta, pero esos paseos me están sentando de lujo.
No he comido ni un solo día en casa. Me llevo mi pequeña mochila con lo imprescindible: un biquini de repuesto, protector, el móvil para las fotos de “aquí sufriendo”, destinadas al grupo de amigos y familia, gafas de sol, gorra y el monedero. Me estoy recorriendo los chiringuitos de la zona y los bares así a lo loco con suerte desigual.
He venido con varios propósitos: desconectar, no escatimar en gastos, nada de tatuajes nuevos, nada de piercings y nada de hombres. De momento y para mi desgracia, lo estoy cumpliendo a rajatabla, pero no prometo nada.
Me estoy pegando unas siestas que me da hasta remordimientos, pero luego se me pasa. Ayer sin embargo, no podía dormir e hice como hacía de pequeña cuando llegaba a la residencia de verano, rebuscar en todos los armarios y cajones. Era delicioso reencontrarme con recuerdos y sorprenderme con hallazgos totalmente olvidados.
Es bastante diferente cuando la casa no te pertenece. Me extrañó que los inquilinos anteriores no hubiesen desalojado todo, quedaban pocas cosas pero algo quedaba y me sentía un poco como una invasora.
Lo más inquietante que he encontrado es una grabadora que aún conserva la cinta en su interior. Tras unas dudas morales me he convencido de que estaba allí para que yo la escuchara. Me encanta cuando soy condescendiente conmigo misma, aunque esto me proporcione momentos de placer y coscorrones no sé muy bien en qué proporción.
Le doy al play. Suena una voz de mujer, no sé si está feliz o triste, parece susurrar.
No sé qué pretendo con estas palabras, no sé a quién se las dirijo, quizá estoy hablando conmigo misma, tal vez solo trato de comprender o justificar qué hago aquí, por qué no estoy viviendo la vida que me estaba predestinada, por qué me he vuelto loca y por qué vuelvo a ser feliz. Tú estás durmiendo en la habitación de al lado. No me extraña que necesites un descanso (La mujer se ríe, estas últimas palabras diría que las ha pronunciado avergonzada y dichosa). Me inquietaba y me atraía esa vida tuya tan diferente a la mía. Tu vida no es fácil ni cómoda. Eres un artista, un bohemio, un loco, un bicho raro, un ser en vías de extinción y la mía, mi vida no sabría muy bien cómo catalogarla. Se supone que tenía de todo. Tenía dónde dormir, dónde comer, dónde acostarme. Pero no tenía sueño, ni hambre, ni ganas de acostarme con él.
Casi sin darme cuenta mi círculo de amigos se había ido reduciendo hasta resultar inexistente y cualquiera de mis actividades ajenas a él habían finalizado sin que yo me percatara.
Yo sabía perfectamente que no era feliz. Había dejado de pintar, a él le molestaba que tuviera todos mis trastos por en medio. Al principio antes de tener que renunciar a ello me acomodé en el sótano, pero mis pinturas de la mano de mis ilusiones fueron muriendo poco a poco. Tampoco era de su agrado que leyera o escribiese. Aprovechaba la oscuridad de la noche para leer o me escondía en el baño para hacerlo. Solía decirme que yo era un desastre, que no hacía nada a derechas, pero que para mis tonterías siempre tenía tiempo. Así que me resigné, creí que quizá tuviese razón y abandoné estas tareas inservibles y también dejé de reírme y de soñar, pues tampoco parecían labores muy fructíferas.
Comprendí que cualquier cosa que no hiciese a su manera estaba mal hecha. Yo trataba de poner todos mis sentidos en cada acto, pero realmente era muy torpe, cada vez más y siempre acababa metiendo la pata. Él me reprochaba que parecía que quería oírlo, que no sabía qué placer encontraba yo en hacerlo enfadar, que pareciera que hasta que no se ponía así, yo no reaccionaba, que estaba harto de decirme las cosas, que parecía mentira que no lo conociera después de tanto tiempo. Pero yo, cada vez sabía menos, cada vez lo desconocía más y cada vez tenía más facilidad para estropearlo todo y hacerlo estallar. Un paquete de jamón york mal abierto, una estantería desordenada, una prenda que no salía limpia de la lavadora... “

Pulso el stop, siento que ya he escuchado demasiado o tal vez suficiente. Reviso mis propósitos para las vacaciones y salgo a la calle. De regreso traigo un tatuaje nuevo, es un diente de león que se deshace y unos cuantos besos con el guaperas del chiringuito. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario