Este
año sólo puedo arañar diez días de vacaciones. He alquilado una
casita en la costa, no está muy cerca de la orilla del mar, pero me
gusta aprovechar ese pequeño camino hasta la playa para ordenar los
pájaros de mi cabeza.
Estoy
llevando como el que no quiere la cosa una rutina que me está
sentando de maravilla. Madrugo, café con leche y tostada, zumo
natural y, sin mirar, me zampo un par de golosinas. Paseo hasta la
playa y me doy un baño rápido. Entro en el agua caminando, he
decidido no hacer aspavientos por fría que esté y sigo hasta que me
cubre. Me quito el bañador y nado un poco. Primero a braza, luego a
crol y finalmente, a espalda. Por último, hago el muerto, me vuelvo
a poner la prenda opresora y salgo de nuevo. Después paseo por la
orilla, por la zona mojada de la arena. Odio tomar el sol vuelta y
vuelta, pero esos paseos me están sentando de lujo.
No
he comido ni un solo día en casa. Me llevo mi pequeña mochila con
lo imprescindible: un biquini de repuesto, protector, el móvil para
las fotos de “aquí sufriendo”, destinadas al grupo de amigos y
familia, gafas de sol, gorra y el monedero. Me estoy recorriendo los
chiringuitos de la zona y los bares así a lo loco con suerte
desigual.
He
venido con varios propósitos: desconectar, no escatimar en gastos,
nada de tatuajes nuevos, nada de piercings y nada de hombres. De
momento y para mi desgracia, lo estoy cumpliendo a rajatabla, pero no
prometo nada.
Me
estoy pegando unas siestas que me da hasta remordimientos, pero luego
se me pasa. Ayer sin embargo, no podía dormir e hice como hacía de
pequeña cuando llegaba a la residencia de verano, rebuscar en todos
los armarios y cajones. Era delicioso reencontrarme con recuerdos y
sorprenderme con hallazgos totalmente olvidados.
Es
bastante diferente cuando la casa no te pertenece. Me extrañó que
los inquilinos anteriores no hubiesen desalojado todo, quedaban pocas
cosas pero algo quedaba y me sentía un poco como una invasora.
Lo
más inquietante que he encontrado es una grabadora que aún conserva
la cinta en su interior. Tras unas dudas morales me he convencido de
que estaba allí para que yo la escuchara. Me encanta cuando soy
condescendiente conmigo misma, aunque esto me proporcione momentos de
placer y coscorrones no sé muy bien en qué proporción.
Le
doy al play. Suena una voz de mujer, no sé si está feliz o triste,
parece susurrar.
“No
sé qué pretendo con estas palabras, no sé a quién se las dirijo,
quizá estoy hablando conmigo misma, tal vez solo trato de comprender
o justificar qué hago aquí, por qué no estoy viviendo la vida que
me estaba predestinada, por qué me he vuelto loca y por qué vuelvo
a ser feliz. Tú estás durmiendo en la habitación de al lado. No me
extraña que necesites un descanso (La mujer se ríe, estas últimas
palabras diría que las ha pronunciado avergonzada y dichosa). Me
inquietaba y me atraía esa vida tuya tan diferente a la mía. Tu
vida no es fácil ni cómoda. Eres un artista, un bohemio, un loco,
un bicho raro, un ser en vías de extinción y la mía, mi vida no
sabría muy bien cómo catalogarla. Se supone que tenía de todo.
Tenía dónde dormir, dónde comer, dónde acostarme. Pero no tenía
sueño, ni hambre, ni ganas de acostarme con él.
Casi
sin darme cuenta mi círculo de amigos se había ido reduciendo hasta
resultar inexistente y cualquiera de mis actividades ajenas a él
habían finalizado sin que yo me percatara.
Yo
sabía perfectamente que no era feliz. Había dejado de pintar, a él
le molestaba que tuviera todos mis trastos por en medio. Al principio
antes de tener que renunciar a ello me acomodé en el sótano, pero
mis pinturas de la mano de mis ilusiones fueron muriendo poco a
poco. Tampoco era de su agrado que leyera o escribiese. Aprovechaba
la oscuridad de la noche para leer o me escondía en el baño para
hacerlo. Solía decirme que yo era un desastre, que no hacía nada a
derechas, pero que para mis tonterías siempre tenía tiempo. Así
que me resigné, creí que quizá tuviese razón y abandoné estas
tareas inservibles y también dejé de reírme y de soñar, pues
tampoco parecían labores muy fructíferas.
Comprendí
que cualquier cosa que no hiciese a su manera estaba mal hecha. Yo
trataba de poner todos mis sentidos en cada acto, pero realmente era
muy torpe, cada vez más y siempre acababa metiendo la pata. Él me
reprochaba que parecía que quería oírlo, que no sabía qué placer
encontraba yo en hacerlo enfadar, que pareciera que hasta que no se
ponía así, yo no reaccionaba, que estaba harto de decirme las
cosas, que parecía mentira que no lo conociera después de tanto
tiempo. Pero yo, cada vez sabía menos, cada vez lo desconocía más
y cada vez tenía más facilidad para estropearlo todo y hacerlo
estallar. Un paquete de jamón york mal abierto, una estantería
desordenada, una prenda que no salía limpia de la lavadora... “
Pulso
el stop, siento que ya he escuchado demasiado o tal vez suficiente.
Reviso mis propósitos para las vacaciones y salgo a la calle. De
regreso traigo un tatuaje nuevo, es un diente de león que se deshace
y unos cuantos besos con el guaperas del chiringuito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario