Raquel
y yo compartimos coche, a ella le da mucho miedo aparcar en el
descampado de detrás de la fábrica, sobre todo cuando trabajamos en
el turno de noche, pero es que el aparcamiento de las oficinas de al
lado nos cuesta un pico. Cada semana se lleva una el coche, podríamos
compartir con más compañeros pero ella es un poco especial y sólo
se lleva bien conmigo. A mí me gusta Raquel, es algo tímida, pero
no me molesta que esté callada y, de alguna manera, aunque no hable,
llena el espacio que ocupa, no sé si me explico.
Raquel
es muy delgada y pequeña, no sé cómo aguanta un trabajo como el
nuestro, si yo que soy de constitución fuerte llego medio cadáver a
la cama, no me imagino cómo debe acabar ella. Hoy ha sido más duro
de lo normal, sé que me va a costar conciliar el sueño y supongo
que ni siquiera cenaré.
Caminamos
en silencio hacia el coche, atentas al suelo que pisamos apenas
iluminado por esos rótulos del polígono que nunca duermen. Tropiezo
un par de veces, nunca he destacado por mi destreza, todo hay que
decirlo. Pulso el botoncito de la llave para localizar el coche que,
como de costumbre, no recuerdo muy bien dónde hemos dejado. Ahí
está, a penas cuarenta pasos nos separan del pasaporte al hogar.
¡Madre
mía, tengo que lavar el coche! Aún no he ocupado el asiento del
conductor y Raquel ya tiene el cinturón puesto, está muerta, la
pobre, jajaja. Me
acomodo en el asiento e intento cerrar la puerta, algo me lo impide.
Raquel grita mirando en esa dirección. A mí no me da tiempo a
gritar, una mano con un anillo, uno de esos sellos de oro, impacta en
mi boca. Noto un sabor metálico. Raquel no deja de gritar. Trato de
arrancar el coche, pero recibo un nuevo golpe en la nariz. No sé de
dónde salen mis palabras salpicadas en sangre:
- ¡No tenemos dinero, hijo de puta!
- Seguro que tenéis otras cosas.- Dice una voz desde el otro lado del coche.- Bajad.
Nos
meten en una furgoneta blanca, como hay miles, intento fijarme en
algún detalle, pero los dos hombres llevan la cara cubierta y un
chándal oscuro sin marca y el vehículo posiblemente sea robado.
Raquel a estas alturas está afónica, los mocos y las lágrimas
inundan su cara y a mí no me alcanzan las fuerzas para calmarla,
estoy tan asustada como ella. Estos tipos no es la primera vez que
hacen algo así, llevan cuerdas y bolsas blancas con otros enseres en
la parte trasera y un bidón de lo que parece gasolina, nos maniatan,
nos introducen una tela en la boca y la cubren con cinta adhesiva.
Siento una furia, una impotencia, un miedo y una rabia sin
precedentes. Ya no veo nada, han cubierto mis ojos, supongo que
también los de Raquel.
La
furgoneta se pone en marcha. Noto el cuerpo de Raquel a mi lado en la
parte de atrás, no deja de temblar y creo que se ha orinado. Nos
detenemos. Me arrastran cogiéndome por el pelo fuera del vehículo,
oigo que hacen lo mismo con Raquel. Supongo que entramos en una nave
pues sus voces hacen eco. El del anillo le dice al otro que en
adelante no hablen y que él se ocupe de la pequeña. El hombre del
anillo me lleva en volandas, siento el acero en mi cuello y su
erección detrás de mí. Me tira sobre un colchón u otra superficie
mullida. No puedo sentir más odio. Vomito del asco, casi me ahogo
porque llevo la boca tapada.
Recuerdo
las palabras de mi madre que me aconsejaban que en situaciones de
peligro lo mejor es una buena patada en sus partes. Estoy boca
arriba, él está sobre mí, intento acertar con un rodillazo, el
cabrón se ríe.
- Así que quieres pelea.
Mis
gritos se ahogan debajo de la cinta adhesiva. Fija mis manos atadas
por encima de mi cabeza a algo, ya no puedo moverlas. Sube mi falda,
arranca mis bragas, me está mordiendo por todo el cuerpo. Creo que
voy a morir de odio, las lágrimas han empapado la venda, me duelen
los ojos, me duele todo.
Siento
que podría matar a este hombre si tuviese oportunidad. Todas mis
teorías sobre “haz el amor y no la guerra” se derrumban. Me
acuerdo unas décimas de segundo de Raquel y lloro con más fuerza.
El tío separa y amarra mis piernas. Puedo oler a este cabrón,
registro su olor, lo almaceno con ira. Por un minuto disfruto ante la
idea de una hipotética venganza.
Me
arranca la camisa y oigo los botones volar. Al caer sobre el suelo
provocan un ruido estridente y familiar. Sigue sonando. Es mi
despertador. La lámpara de mi dormitorio me mira perpleja. Todo ha
sido una puta pesadilla y yo, yo siento un amor infinito por mi
despertador.
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