Pasamos
nuestra infancia y adolescencia internas en un colegio de monjas.
¿Qué podría salir mal? Nuestros padres trabajaban todo el día
para conseguir buenos dineros que invertían en viajes y vacaciones
en pareja y en enviarnos a mi hermana y a mí bonitas postales
decoradas con el carmín de mi madre en forma de beso, la elegante
firma de mi padre y una mezcla del perfume de ambos. A las monjitas
les caían además suculentos pellizcos que nos convertían en unas
niñas muy apreciadas pero que no nos libraban de sus aleccionadores
pellizcos. A nosotras, por otro lado, nunca nos faltó una postal,
todo hay que decirlo.
Mi
hermana era la guapa, la que mejor tocaba el piano, la del punto de
cruz perfecto, la de la voz melodiosa, la protagonista en las obras
de teatro, la del pelo largo y rubio y a la que más le crecieron los
pechos. Y yo era todo eso y más, pero en sentido inverso. Me
llamaban “Bicho”, con eso os lo digo todo.
Y
llegó el verano del 85 y nuestros padres decidieron que ya era hora
de que disfrutásemos un poco del calor de un hogar y del amor de la
familia. Así que nos mandaron a casa de nuestros tíos, los del
pueblo, a los que Dios no había querido bendecir con el milagro de
los hijos y que, todo hay que decirlo, eran más raros que un perro
verde. Mi hermana y yo tardamos un poco en acostumbrarnos a tanto
amor, a calcular la temperatura exacta del café de mi tío, el
lustro justo que debíamos darle a sus zapatos, la manera correcta de
hacer la cama de mi tía sin que quedase un solo pliegue, “como si
fuese la de un hotel” y el tono exacto en que había que dar los
buenos días dependiendo del nivel de descanso nocturno de nuestros
parientes.
Cuando
recibíamos visitas mi hermana debía llevar la melena suelta y tocar
el piano que mamá había regalado a mis tíos por acogernos casi
gratuitamente. A mí no me importaba que nos presentasen como “mi
sobrina y su hermana”. Tampoco me molestó que mi tía tardase
media hora en acostumbrarse a llamarme “Bicho”, ella también.
Sólo
lloré catorce noches. Eran llantos no exentos de asombro por echar
de menos a las monjitas y sus palmetazos, aquellos que me
introducían los conocimientos y el respeto necesario para amarlas a
ellas y a Nuestro Señor Jesús.
Sólo
lloré catorce noches, como os digo, porque a la que hacía quince mi
hermana, iluminada por el insomnio patrocinado por los fuegos
artificiales que celebraban que el pueblo estaba en fiestas, tuvo la
brillante idea de que nos escapásemos por la ventana a echar una
ojeadita. La conciencia tranquila de mis tíos les permitía dormir
como troncos, así que nuestra visita nocturna al pueblo se convirtió
en rutina.
Los
farolillos, las banderitas, la música, los perros, las risas, la
alegría contagiosa, los adolescentes fumando, los bailes agarrados
de los militares, las mujeres de vida alegre sobre las rodillas de
hombres con anillo y mi boca abierta de par en par en dura
competición con mis ojitos de bicho.
Mi
hermana, meneando el culo, la barbilla levantada, los pechos
desafiantes y la melena al viento, incluso sin viento. Parecía la
reina indiscutible de la fiesta.
Mientras
caminábamos por las calles desiertas, me había permitido pasear de
su mano, pero en cuanto llegamos al cogollo se desprendió de mí con
un apretón cariñoso y definitivo, sin lugar a dudas.
- Bicho, te quiero a siete pasos como mucho. Bicho, ¿qué te he dicho?
- A siete pasos, como mucho.
- Buena chica.
Puede
parecer que no, pero esas palabras iban cargadas de cariño y sentido
de protección.
Y
allí estaba él, rodeado de chicos de su edad que no le llegaban a
la suela del zapato, apoyado descuidada y estudiadamente en una
farola y con un séquito de admiradoras en frente, dándose codazos,
ruborizándose y soñando con que las sacase a bailar. Él fumaba con
su rodilla flexionada y el pie y la espalda apoyados en la envidiada
farola, con la ceja levantada y la sonrisa de medio lado.
Mi
hermana lo tuvo claro. Un, dos, tres, golpe de melena.
- ¿Tienes un cigarrillo, canijo?
- Tengo lo que tú quieras, princesa.
Los
siete pasos de distancia no impidieron que yo me enamorase hasta la
médula. Si algo había aprendido en aquellos años con las monjitas
era que todo lo que me atraía, me gustaba o me hacía cosquillitas
por dentro era el demonio. Así que adelanté aquellos siete pasos
prohibidos y solté:
- Perdona, tú eres el pecado, ¿verdad?
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