jueves, 18 de agosto de 2016

Siete pasos

Pasamos nuestra infancia y adolescencia internas en un colegio de monjas. ¿Qué podría salir mal? Nuestros padres trabajaban todo el día para conseguir buenos dineros que invertían en viajes y vacaciones en pareja y en enviarnos a mi hermana y a mí bonitas postales decoradas con el carmín de mi madre en forma de beso, la elegante firma de mi padre y una mezcla del perfume de ambos. A las monjitas les caían además suculentos pellizcos que nos convertían en unas niñas muy apreciadas pero que no nos libraban de sus aleccionadores pellizcos. A nosotras, por otro lado, nunca nos faltó una postal, todo hay que decirlo.
Mi hermana era la guapa, la que mejor tocaba el piano, la del punto de cruz perfecto, la de la voz melodiosa, la protagonista en las obras de teatro, la del pelo largo y rubio y a la que más le crecieron los pechos. Y yo era todo eso y más, pero en sentido inverso. Me llamaban “Bicho”, con eso os lo digo todo.
Y llegó el verano del 85 y nuestros padres decidieron que ya era hora de que disfrutásemos un poco del calor de un hogar y del amor de la familia. Así que nos mandaron a casa de nuestros tíos, los del pueblo, a los que Dios no había querido bendecir con el milagro de los hijos y que, todo hay que decirlo, eran más raros que un perro verde. Mi hermana y yo tardamos un poco en acostumbrarnos a tanto amor, a calcular la temperatura exacta del café de mi tío, el lustro justo que debíamos darle a sus zapatos, la manera correcta de hacer la cama de mi tía sin que quedase un solo pliegue, “como si fuese la de un hotel” y el tono exacto en que había que dar los buenos días dependiendo del nivel de descanso nocturno de nuestros parientes.
Cuando recibíamos visitas mi hermana debía llevar la melena suelta y tocar el piano que mamá había regalado a mis tíos por acogernos casi gratuitamente. A mí no me importaba que nos presentasen como “mi sobrina y su hermana”. Tampoco me molestó que mi tía tardase media hora en acostumbrarse a llamarme “Bicho”, ella también.
Sólo lloré catorce noches. Eran llantos no exentos de asombro por echar de menos a las monjitas y sus palmetazos, aquellos que me introducían los conocimientos y el respeto necesario para amarlas a ellas y a Nuestro Señor Jesús.
Sólo lloré catorce noches, como os digo, porque a la que hacía quince mi hermana, iluminada por el insomnio patrocinado por los fuegos artificiales que celebraban que el pueblo estaba en fiestas, tuvo la brillante idea de que nos escapásemos por la ventana a echar una ojeadita. La conciencia tranquila de mis tíos les permitía dormir como troncos, así que nuestra visita nocturna al pueblo se convirtió en rutina.
Los farolillos, las banderitas, la música, los perros, las risas, la alegría contagiosa, los adolescentes fumando, los bailes agarrados de los militares, las mujeres de vida alegre sobre las rodillas de hombres con anillo y mi boca abierta de par en par en dura competición con mis ojitos de bicho.
Mi hermana, meneando el culo, la barbilla levantada, los pechos desafiantes y la melena al viento, incluso sin viento. Parecía la reina indiscutible de la fiesta.
Mientras caminábamos por las calles desiertas, me había permitido pasear de su mano, pero en cuanto llegamos al cogollo se desprendió de mí con un apretón cariñoso y definitivo, sin lugar a dudas.
  • Bicho, te quiero a siete pasos como mucho. Bicho, ¿qué te he dicho?
  • A siete pasos, como mucho.
  • Buena chica.
Puede parecer que no, pero esas palabras iban cargadas de cariño y sentido de protección.
Y allí estaba él, rodeado de chicos de su edad que no le llegaban a la suela del zapato, apoyado descuidada y estudiadamente en una farola y con un séquito de admiradoras en frente, dándose codazos, ruborizándose y soñando con que las sacase a bailar. Él fumaba con su rodilla flexionada y el pie y la espalda apoyados en la envidiada farola, con la ceja levantada y la sonrisa de medio lado.
Mi hermana lo tuvo claro. Un, dos, tres, golpe de melena.
  • ¿Tienes un cigarrillo, canijo?
  • Tengo lo que tú quieras, princesa.
Los siete pasos de distancia no impidieron que yo me enamorase hasta la médula. Si algo había aprendido en aquellos años con las monjitas era que todo lo que me atraía, me gustaba o me hacía cosquillitas por dentro era el demonio. Así que adelanté aquellos siete pasos prohibidos y solté:

  • Perdona, tú eres el pecado, ¿verdad?

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