La
mujer del espejo me mira a los ojos con determinación. Desabrocha
suavemente y sin dudar cada uno de los botones de su suave camisa
blanca y la deja caer, no lleva ropa interior. Continúa con la misma
serenidad, desabrochando la negra falda y dejándola deslizarse hasta
el suelo. Está descalza y desnuda como si acabase de llegar a la
vida. Sé lo que piensa. Sé cómo se siente, conozco sus motivos.
Sólo
necesita un objeto punzante y afilado, como una decepción. Así que
hago lo que desea y acerco el bisturí a su pecho, a nuestro pecho,
lo desvío ligeramente hacia el costado izquierdo y procedo a
realizar una pequeña incisión. Ahí está, tiene el aspecto de un
corazón sano: rojo, palpitante y caliente.
Tenemos
todo preparado. Una pequeña caja de cartón que reza que su
contenido es frágil. En su interior, virutas de corcho que se tiñen
al contacto con el órgano recién extraído.
El
frío mármol me recuerda que aún estoy descalza. Poco nos importa.
Bajo
las escaleras hasta el sótano y deposito la caja junto a los
pinceles y los cuadros abandonados. “Estarás bien”, me despido.
Mientras subo las escaleras, aún lo escucho latir. El sonido se va
amortiguando con cada escalón.
Me
asomo de nuevo al espejo y la mujer me indica que hemos hecho lo
correcto. Parece la misma y otra muy distinta. “No creo que estés
llorando”, le digo. “Recuerda que no tienes corazón”.
Así
que ya puedes venir a contarme cosas que yo no sepa. Ya puedes
enviarme el poema del día. Estoy preparada para recibir tu mensaje
de las tres de la madrugada. Ya puedes contarme que te hago sentir
vivo. Insiste de nuevo en que soy diferente a todo lo que conoces.
Cuéntame otra vez que soy toda luz, que nadie como yo, que le doy
sentido a todo, que aún sientes en tus manos mi calidez. Ven con tus
labios carnosos, ven con tu dedo en mi nuca y tu aliento entre mis
muslos.
Suena
el teléfono. Eres tú. Oigo tu voz entrecortada y disfrazada de
sinceridad: que me echas de menos, que necesitas verme.
Acepto.
Quiero saber que esto funciona. “Trae el vestido negro, los labios
rojos y no te peines demasiado”.
La
cafetería del primer encuentro, la misma mesa y tú. ¡Qué guapo
estás, cabrón!
Tus
dedos largos me muestran un libro: “El ángel de la ventana
occidental”.
- Para ti y las tostadas también. Coge fuerzas que las vas a necesitar.
Bloqueas
el ascensor y pones el mundo patas arriba. Tictac. “Somos dos
animales. Esto no es amor, tranquila”, me aseguro. Treinta y dos
besos después, diez arañazos, cuatro azotes y llegamos a la
habitación. Tictac. Todo es urgente y necesario, movimientos
encadenados de una coreografía perfecta. Tictac. Poesía. Tictac.
Música. Tictac. Vida. Tictac.
De
repente te detienes, me sostienes por los hombros y te acercas a mi
oído:
- Relájate, cariño, se te va a salir el corazón.
Texto y fotografía: Santi Jiménez
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