jueves, 18 de agosto de 2016

Isla Paraíso

Debía acabar la novela sí o sí, pero las facturas sin pagar y las prisas de la editorial tenían a mis musas atadas de pies y manos.
Los compañeros de profesión me recomendaron escapar a una pequeña isla, “donde las musas nunca duermen”, concretamente a un hotelito regentado por una mujer española y su joven hijo. No me lo pensé dos veces y llamé. La señora me comentó que sería su propio hijo quien me recogiese y me llevase hasta el hotel, ya que quedaba bastante retirado y la carretera era de difícil acceso.
Tuve que hacer transbordo hasta el aeródromo de la pequeña isla, que llamaremos Paraíso, porque durante dos semanas no fue otra cosa. Desde el aire vi un solitario punto rojo, luego supe que era el destartalado coche del chico, que ya me esperaba.
Se acercó hasta el límite del círculo de seguridad y agarró mi equipaje.
- ¿Diana?
Mi nombre en sus labios sonó a nuevo. Nadie lo había acariciado nunca así.
- Sí.- Dije casi sin aliento.
-¿Cansada del viaje?
Sus pequeños ojos color bombón desaparecían mientras sonreía.
- Estoy bien, gracias, sólo un poco mareada.
Caminaba ágil, delante de mí, portando todas mis maletas. Efectivamente, me había pasado con el equipaje, como de costumbre. Parece que pensó lo mismo que yo. Se giró y bromeó:
- ¿Qué vienes, para quedarte?
Su cuerpo delgado parecía acostumbrado al trabajo físico. Ya en el auto pude observarlo con más detalle. Su mirada albergaba esa indescifrable belleza de quién ha visto demasiado o quizá sólo era inteligencia. Una vena marcaba su sien derecha que era la que quedaba a mi vista. Tenía los dedos delgados, los antebrazos fuertes y conducía como quien ha hecho ese recorrido mil veces. Cada pequeño detalle que le descubría, cada “imperfección”, cada particularidad me gustaba más que la anterior. Aquello no tenía sentido, no procedía, era imposible, totalmente inadecuado y altamente inconveniente. Vamos, como todo a lo que no puedes resistirte.
La radio de ese cacharro con ruedas sonaba sorprendentemente bien. Pusieron mi canción, ambos fuimos a subir el volumen y sucedió: el primer contacto. Todos mis sentidos se concentraron en la punta de mis dedos y el mundo hizo una voltereta lateral con tirabuzón entre mis piernas. No soltamos nuestras manos el resto del camino.
Llegamos al hotel, bueno, contaba con apenas diez habitaciones y un huerto que abastecía la propia cocina. La señora le indicó que subiese las maletas a mi habitación. Él sonrió y me miró. Su mirada resultó muy elocuente. Subí nerviosa la escalera delante de él. Sobre mi hombro derecho mil advertencias, mil señales de peligro, 3 Stop y 4 Prohibido el paso... Y en mi hombro izquierdo, el cartelito con más peso: “¿Por qué no?”.
Cerró la puerta y la cordura se quedó fuera:
- Podría ser tu madre.- Supliqué.
- Lo sé, tenemos tu carnet.- Susurró. Jamás un susurro tuvo tanto poder.
Fueron dos semanas de auténtica locura, dos semanas que me convalidaron absolutamente todas las medallas de gimnasta olímpica, dos semanas luchando contra mi corazón, dos semanas de culpabilidad y delicias, dos semanas para negar, dos semanas que, sin duda, repetiría.
Por cierto, ni las musas ni yo dormimos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario