Debía
acabar la novela sí o sí, pero las facturas sin pagar y las prisas
de la editorial tenían a mis musas atadas de pies y manos.
Los
compañeros de profesión me recomendaron escapar a una pequeña
isla, “donde las musas nunca duermen”, concretamente a un
hotelito regentado por una mujer española y su joven hijo. No me lo
pensé dos veces y llamé. La señora me comentó que sería su
propio hijo quien me recogiese y me llevase hasta el hotel, ya que
quedaba bastante retirado y la carretera era de difícil acceso.
Tuve
que hacer transbordo hasta el aeródromo de la pequeña isla, que
llamaremos Paraíso,
porque durante dos semanas no fue otra cosa. Desde el aire vi un
solitario punto rojo, luego supe que era el destartalado coche del
chico, que ya me esperaba.
Se
acercó hasta el límite del círculo de seguridad y agarró mi
equipaje.
-
¿Diana?
Mi
nombre en sus labios sonó a nuevo. Nadie lo había acariciado nunca
así.
-
Sí.- Dije casi sin aliento.
-¿Cansada del viaje?
Sus pequeños ojos color bombón
desaparecían mientras sonreía.
- Estoy bien, gracias, sólo un
poco mareada.
Caminaba ágil, delante de mí,
portando todas mis maletas. Efectivamente, me había pasado con el
equipaje, como de costumbre. Parece que pensó lo mismo que yo. Se
giró y bromeó:
- ¿Qué vienes, para quedarte?
Su cuerpo delgado parecía
acostumbrado al trabajo físico. Ya en el auto pude observarlo con
más detalle. Su mirada albergaba esa indescifrable belleza de quién
ha visto demasiado o quizá sólo era inteligencia. Una vena marcaba
su sien derecha que era la que quedaba a mi vista. Tenía los dedos
delgados, los antebrazos fuertes y conducía como quien ha hecho ese
recorrido mil veces. Cada pequeño detalle que le descubría, cada
“imperfección”, cada particularidad me gustaba más que la
anterior. Aquello no tenía sentido, no procedía, era imposible,
totalmente inadecuado y altamente inconveniente. Vamos, como todo a
lo que no puedes resistirte.
La radio de ese cacharro con
ruedas sonaba sorprendentemente bien. Pusieron mi canción, ambos
fuimos a subir el volumen y sucedió: el primer contacto. Todos mis
sentidos se concentraron en la punta de mis dedos y el mundo hizo una
voltereta lateral con tirabuzón entre mis piernas. No soltamos
nuestras manos el resto del camino.
Llegamos al hotel, bueno,
contaba con apenas diez habitaciones y un huerto que abastecía la
propia cocina. La señora le indicó que subiese las maletas a mi
habitación. Él sonrió y me miró. Su mirada resultó muy
elocuente. Subí nerviosa la escalera delante de él. Sobre mi hombro
derecho mil advertencias, mil señales de peligro, 3 Stop y 4
Prohibido el paso... Y en mi hombro izquierdo, el cartelito con más
peso: “¿Por qué no?”.
Cerró la puerta y la cordura se
quedó fuera:
-
Podría ser tu madre.- Supliqué.
-
Lo sé, tenemos tu carnet.- Susurró. Jamás un susurro tuvo tanto
poder.
Fueron
dos semanas de auténtica locura, dos semanas que me convalidaron
absolutamente todas las medallas de gimnasta olímpica, dos semanas
luchando contra mi corazón, dos semanas de culpabilidad y delicias,
dos semanas para negar, dos semanas que, sin duda, repetiría.
Por
cierto, ni las musas ni yo dormimos.
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