martes, 21 de octubre de 2014

Vuela, cariño

Ajeno al manto de mis lágrimas, mi Sufrido Carcelero, duerme cada noche sobre mí.
Su sed es infinita. Su corazón, un vacío, el olvido. Sus ojos quedaron ciegos y el ruido de los celos y sus gritos dejaron paso al silencio sordo de sus conclusiones.
Ya no puede escuchar las súplicas, las disculpas, los lamentos. Desoye las palabras de amor, genera sus propios hechos y recuerdos. Ahora nada pasó como fue, todo ocurre como él cree y con quien él supone.
Yo le hablo muda, envuelta en su tela de araña, en una súplica que escucha sordo, inerte.
Bebe mis lágrimas perplejo con una sed infinita como si no supiese que es él el manantial que las precipita, en una rutina que le vuelve poderoso y que me deja a mí diminuta y parada, en este limbo diario.
Cada vez traza los círculos más pequeños, mis pasos se vuelven más sabidos, más diminutos e invisibles. Ya apenas salgo de casa, tan solo para lo básico: el cole, las compras y por supuesto, sólo a los lugares predeterminados por él.
Mis palabras son como dardos, por mucho que las sopese, las piense, las mida, las tase o las calibre, siempre caen en terreno pantanoso. Llueven sobre mojado. Son la última gota que colma el vaso. Le hieren antes de arrojarlas. Me las ha ido restringuiendo y cada vez me permite menos letras, me las va descontando, una a una, dos a dos.
Sin embargo, cuanto menos hablo yo, más se ahoga él. Cada vez emplea más monosílabos. Cada vez me entiende menos y cada vez parece que sobro más. Más nos necesitamos, más daño nos hacemos. Más me ama, más me duele.
Me mira y parece que quisiera sacarme los ojos. Le ciegan los celos. Se acerca, me muerde la boca y enmudece. Mi condena no le sacia nunca porque él es su propia cárcel, él es su propio carcelero.
Te juro que me da hasta pena, a veces se le rompe la voz y la tapa el silencio, ya ni lo escucho gritar. A veces, consigo solapar sus brotes airados con mis besos, intento sorprenderlo con mis acordes tiernos, con versos, tratando de amainar esa tormenta cíclica que vuelve como una estación caprichosa e insistente; cada vez, más temprana, cada vez, más urgente.
Encerrada, custodiada, con la llave a mil pies y curiosamente, de repente, un día me siento tan libre, tan ajena, volando, siendo cielo. ¡Es de locos, lo sé!
En ocasiones, le visita la mala conciencia y acude solícito con su fuente olorosa, se deshace en buenas intenciones, en sus “no volverá a pasar”, en sus“te necesito”, en sus “sin ti no soy nada”, en “¿ves lo que me haces hacer?” y procura darme todo el elixir que me niega en vida, pero yo aprieto los labios, sin orgullo, mas con decisión y derramo cada gota que me da y a él se le seca la garganta y se vuelve loco porque sabe que ya no soy suya y se muere de sed. Yo creo que un día me mata.”
***

Esta fue la última carta que me enviaste, cómo duele no llegar a tiempo, no despedirnos como hubiésemos deseado.
Aquella fría sala no estaba tan mal, dirías tú para hacerme reír, que te conozco, pero no era nuestro cafecito de siempre ¡qué de risas allí! ¿te acuerdas?, antes de que llegara Él, claro. Y ¡qué guapa estabas hoy!, con ese vestido, que tan bien te sentaba, que realzaba tu escote y que ya nunca te ponías. Se te veía tan serena, tan bella, tan “viva”.
Y al final, he podido explicarte que el Amor -cuando es verdadero- no te corta las alas ni siquiera te las moja.

Vuela, Cariño.

Óleo y texto: Santi Jiménez.

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