lunes, 20 de octubre de 2014

¿Humana? ¡Qué casualidad!

Hay gente que podría elevarse a la categoría de palicera profesional. Personas que aprovechan el más mínimo descuido para soltarte, así, a bocajarro y sin previa anestesia, todo su mundo interior.
Apuesto a que ya se os ha venido a vuestra calenturienta mente el nombre de al menos uno de estos ejemplares. La verdad es que te los puedes encontrar en cualquier parte: en la oficina, en tu propio bloque, en la carnicería…, crecen como setas y aparecen cuando menos te lo esperas.
Estos individuos aprovechan el más ínfimo resquicio para empatizar contigo y, acariciando la más liviana excusa, darte la matraca: “Pero si tienes dos ojos… ¡como yo!” o “¡Qué calor!” y tú: “Es lo que tiene julio a las tres de la tarde”. Los hay que no confían suficiente en el hipnótico poder de su verborrea y te sujetan fuertemente del brazo, vaya que te escapes.
Algunos hacen de esta práctica todo un arte y otros, la ejercen como una auténtica profesión. Véase: esos infatigables comerciales de las compañías telefónicas. Éstos, sin duda, merecen un capítulo aparte. Ellos no entienden de horario ni fecha en el calendario. Les gusta llamar cuando has puesto el pie en la ducha o te acabas de sentar en la tacita de pensar o tras largas negociaciones se acaba de dormir tu pequeño del alma o le acabas de enchufar la tética.
Aviso para navegantes: a primeras de cambio, parecen muy amigables pero en cuanto caes en sus redes, estás perdido. Yo no he visto divorcio más reñido que el mío con ¡Oh, NO! Dejarlos fue prácticamente, misión imposible, gracias a Dios, conseguí zafarme e incluso quedarme con los niños.
Las criaturicas de la compra-venta de oro son también como para echarles de comer aparte, y ni te cuento del plasta que se empeña en que nuestra vida no tenía sentido hasta que nos presentó su fantabuloso colchón de viscoelástica, su adelgazante elíptica o su, eficaz a la par que favorecedora, operación láser visión.
En cierta ocasión, conocí a una Gran Habladora, así, con mayúsculas. Era una belleza gitana, de larga melena, algo mal encarada y con mucha mala uva, al menos en ese momento. Estaba protestando con un elevado nivel de decibelios en el centro de salud:
_ ¡Qué loca ni qué loca!, estoy harta de que to el mundo me venga con lo mismo. ¡Qué loca ni qué loca! Las pastillas que se las tome su madre. Me voy a tomar yo lo que ésta me diga. Y los políticos ¿qué? Que lo tienen to patas arriba y quiere ésta que las pastillas me las tome yo. ¡Lo lleva claro! ¡Qué loca ni qué loca!
Si no lo dijo cien veces no lo dijo ninguna. Todo esto apuntando en mi dirección y yo, tragando saliva y asintiendo disciplinada a todo lo que salía por aquella boquita.
Quiso el azar, que pasado un tiempo, nos volviésemos a encontrar en una sala de visitas (curiosamente, de fumadores, en mi caso, pasiva) de la Arrixaca. Ella, tan guapa como antaño y en camisón; yo, de calle.
Allí, mi gitana era bastante popular, con ella había que pagar un curioso peaje, con el que también yo tuve que cumplir. Se había ganado una merecida fama, ella misma anunciaba a su triunfal entrada en la sala: “Aquí llega la gitana de las horquillas y los chicles” y la verdad es que los pedía con tal gracia y desparpajo que no podías sino sucumbir a su reclamo. Si no llevabas encima tales tesoros, ya tenías deberes para casa.

No sé si habréis tenido ocasión de disfrutar de la simpar experiencia de ver tele con un señor palizas. Yo, sí. Está el típico palizas que te cuenta la peli de cabo a rabo, feliz, sin remordimientos ni contención alguna (de cárcel). Luego hay otro espécimen que intenta controlar su boca, mientras que su cuerpo trabaja por libre: codazos, imprudentes saltitos, uñas y miraditas que se te clavan en los momentos claves (colleja que le soltabas) y, por último, ese lobo con piel de cordero, aquel que parece el compañero perfecto para una velada cinematográfica y llegado el final… ¡zas!, te lo revienta: ¡EL ASESINO ES EL MAYORDOMO!

Y, hablando de finales, me despido que yo tampoco estoy mal, pero pa un ratico. 

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