sábado, 11 de octubre de 2014

No sin mi móvil



 ¿Te has dado la vuelta en mitad de la rotonda porque habías olvidado tu teléfono móvil?

¿Lo has ocultado bajo la almohada para que no te descubriese tu pareja navegando con nocturnidad?

¿Te has pasado una hora y media en el W.C. haciendo tus cositas, sin  hacer tus cositas y con el celular entre manos?

¿Ya no llevas reloj porque puedes consultar la hora en tu fantástico iPhone?

¿Has olvidado al niño en el aparcamiento, pero siempre que viajas compruebas que llevas contigo el cargador?

Si tus respuestas son afirmativas en la mayoría de los casos… Houston, Houston, ¿tenemos un problema?
Lo confieso, estoy enamorada, no sé si ésta sea una de esas relaciones tóxicas. Probablemente sí, pero en nuestra defensa hemos de decir que también tiene sus cositas buenas.

Al principio, allá por los ochenta, yo también miraba con cierta sorna y recelo a aquellos tipos trajeados, portando semejantes ladrillacos, esos Motorola -más hechos para montarlos que otra cosa- y a los que daba gana de gritar: “¡Compra, compra, Rockefeller!”.
Ahora, yo misma convivo en perfecta comunión con mi cacharrito: “con vos me acuesto, con vos me levanto, con las gracias de tu WhatsApp y el volumen bien alto”.
¡Ay, si es que me retrotrae a mí más tierna infancia!
Sin embargo, nuestra relación no siempre fue tan perfecta. Al principio nos costó, tuvimos nuestro periodo de adaptación, pero sin duda, ha merecido la pena. Durante una buena temporada, ni me atreví a quitarle la pegatina protectora, lo mantuve virgen por el mayor tiempo posible, como cuando te da penita desenvolver un regalo muy especial o que desaparezca el inigualable olor a nuevo de un libro.
Fuimos cogiendo confianza y, poco a poco, le fui permitiendo, incluso deseando, que guardase en su dispositivo mis contraseñas para según qué sitios, y, después, para todos. ¡Conmovedor! Cuando empezamos, cambiaba mi clave de acceso cada poco tiempo, con el pasar de los días, encontramos la que más nos gustaba y, hasta hoy.
No os equivoquéis, comparto aquello de que el perro es el mejor amigo del hombre; sin embargo, no me cabe duda de que éste último es más fiel a su teléfono. No en vano, he visto a multitud de seres haciendo auténticas estupideces  locuras por su aparato. Hemos sabido por los medios de personas que, incluso, han arriesgado y perdido la propia vida para lograr una buena cobertura (¡Ave María Purísima!). Disponemos en el mercado de verdaderas joyas y  “divi-accesorios” para embellecer a nuestro siempre complaciente compañero receptor; incluso, dispositivos que son joyas en sí mismos (¡por favor, dónde están las brújulas cuando se las necesita! Inspirar. Espirar).
Y, para ser justos, en un acto de catarsis, no negaré que, una escrupulosa servidora no ha dudado, en dos ocasiones (nótese el agravante de reincidencia), en introducir su estupefacta mano en la inmundicia del inodoro con tal de socorrer a mi afligido terminal.
Sí, señores, tras las labores de rescate y una intensiva investigación en San Google, tocó sesión de peluquería: secado. A continuación, servicio culinario, dejando reposar la criatura, suficientemente cubierta de arroz (crudo, of course), para que se absorbiese bien la humedad, durante… ¡una semana! Vamos, un infierno.
Durante la forzosa abstinencia tuve que interactuar con mis congéneres, para mi sorpresa parecían bastante majos, así que repetiré en el próximo apagón.
Demostrado queda que el teléfono móvil es un potente activador cuerpo-mente. Sí, señor. He observado individuos que, literalmente, iban arrastrando los pies, hacer mil cabriolas a lo Michael Jackson para evitar que su teléfono se estrellase. Magnífico.
También te digo, por una cuestión de estadística, que, como tu unidad sea de buena calidad, al primer golpe, se desportilla; mas, si es un auténtico trasto, por más que intentes despeñarlo, sobrevive. Verdad verdadera.
Cabe destacar además, el carácter pacificador de nuestros inseparables mejores amigos. Recordemos si no, el tenso y crispado ambiente de las colas y salas de espera, o por el contrario, la animada charla con el amigo anónimo de turno o incluso, el flechazo surgido de uno de aquellos plantones porque “los horarios de las citas, les recordamos, son orientativos”. Aquello, ya es historia. Cada butaca, cada puesto en la fila, es una isla perfecta para dos: tu móvil y tú. Allí, nadie levanta la cabeza. Si acaso, algún reojillo, por si sale nuestro numerito en la pantalla. Hablar del tiempo en el autobús, protestar por el retraso del pediatra…, todo esto es ya pretérito imperfecto.
Hoy nos vemos casi obligados a interrumpir la conexión ante una cajera que se empeña en cobrarnos o una doctora que insiste en saber qué nos pasa. ¡Qué poquito respeto! O viceversa.
Y qué decir de la capacidad de psicoanálisis de nuestro pequeño compañero. Por sus tonos los conoceréis o  dime qué tono llevas y te diré quién eres. Un tono de llamada te puede catapultar a la fama o hundirte en la porca miseria. Con la misma melodía puedes triunfar con tus colegas o salir con el finiquito debajo del brazo de la sala de juntas.
Ya me despido, agradeciendo desde aquí su apoyo incondicional a mi estimado LG, quien se mantiene a mi lado, incluso en mis momentos más ridículos, generalmente  bastante públicos.
Os sitúo: salida del colegio, Murcia centro, hora punta, caigo de bruces, a cuatro patas, dolorida y humillada, con la dignidad por los suelos, pero “¡guapa, guapa, aplausos, aplausos!” que me lo dice mi WhatsApp (no había mejor momento para llegar, tiene guasa). Eso sí, por fortuna a nadie se le ocurrió llamarme entonces, pues hubiese sonado una ambulancia (efectivamente, mi señor politono) y la cosa no era para tanto.  


Imágenes: Santi Jiménez y Carmen Serrano.

Modelos: Martina, Álvaro, Carlos, Beatriz y Marcos.





No hay comentarios:

Publicar un comentario