De
pequeña mi madre me llevó al psicólogo, ya de mayor he perdido la
cuenta de las veces que me he llevado yo misma y las que les ha hecho
de psicóloga una servidora a ellos, pues era acudir a la consulta y
sentárseme el especialista sobre el regazo:¡Ay, Santi, no sabes lo
que me ha pasado! Y es que unas cuantas sesiones conmigo y “en casa
de herrero, cuchara de palo”.
Como
os contaba, mi santa madre, en un arrebato de modernidad, ya en
aquellos tiempos de las monas a dos pesetas, me llevó a un
miniloquero, que me puso a dibujar, haciéndome además, alguna que
otra pregunta, que ya ni recuerdo.
Garabateé
entre otras cosas, un señorito y una señorita muy bien plantados
con su chistera y su vestidito pomposo respectivamente, muy elegantes
ambos para la ocasión. Y aquel buen hombre, quizá hablando de otro
paciente o para contentar a mi esforzada madre, que me había
arrastrado hasta allí desde el pueblo, le soltó todo lo que la
santa mujer quería escuchar: “Esta niña está por encima del no
sé qué por ciento de la media, será lo que ella quiera”.
Acabáramos,
la dichosa frasecita me cayó como setenta cubos de hielo de éstos
que ahora están tan de moda. Fue escucharla y arruinarme la infancia
y la vida por completo. Me sentí tan pequeñita y tan apabullada,
que casi podía ver las puntitas de mis botas ortopédicas asomar
bajo una mole gigantesca de responsabilidad. Aniquilada, muerta y
sepultada salí de aquella consulta con el firme propósito de
demostrar en adelante, cada milisegundo, que no existía ser más
incapaz y unicelular que yo, ni personaje más equivocado, que aquel
señor.
Y
en esa lucha continúo, como una jabata. Bueno, no quisiera
desmerecerme, pero he de confesar que tampoco es que me esté
costando demasiado. Sea como fuere, me condené al ostracismo,
perfeccioné las artes del avestruz y ni quería ni podía ni
soportaba ni confiaba despuntar en nada.
“Vecinas,
que mi niña escribe cuentos, que le nacen poemas como flores en
primavera”, pues el retoño de dorados tirabuzones, se los vuelvía
a meter por donde salieron y los iba almacenando y empujando unos
contra otros, como buenos hermanos.
“¡Ay,
mi niña, qué notazas!” Pues nos las callamos hasta última hora y
el parto se dedicó a estudiar lo menos provechoso y productivo del
mercado, eso sí con un “gozo en el alma ¡grande!”, que ella es
la reina de corazones y de los números rojos.
Recientemente,
esta incursión en la prensa me ha sido concedida por obra y gracia
del Espíritu Santo, la estoy gozando y disfrutando como nunca y
claro, como todo lo que hago, digo o respiro, voy y lo tuiteo. Pues
eso hice, a mis niños de twitter, les mostré el artículo de la
semana pasada. ¡A ya ya ya yayyyy, qué acogida! ¡Qué de
piropazos! ¿Contenta, pensaréis los dos o tres que me leéis? Pues
pichí pichá, más bien muertita de miedo. Con tanta inmerecida
ovación, se me olvidaron los palabros, las letritas, los vocablos, y
hasta cómo se hacía la “o con un canuto”, los deditos de las
manos se me encogieron, más si cabe que las hemorroides, ya no parlo
españolo, ni siquiera catalán en círculos reducidos y ni “estamos
trabajando en ello” con acento tejano, ni nada de nada. Ya me
estaban rondando dos artículos por la cabecita y los relegué,
insegura y horrorizada, al olvidado cajón de borradores. Y eso que
mis adorados tuiterillos se brindaron prestos a sugerirme impagables
ideas. Yo, enardecía por mencionarlos a todos, pero el pánico, no
sólo se había apoderado ya de mí, sino que me había pedido cita y
me había devuelto directa al diván.
Se
lo he comentado a una amiga desconsolada, con lagrimitas en los ojos,
y no sabe lo feliz y aliviada que me ha dejado cuando me ha
respondido, poniendo los suyos en blanco: “Nena, ¡tú eres
tonta!”.
Imagen y texto: Santi Jiménez
No hay comentarios:
Publicar un comentario