lunes, 20 de octubre de 2014

Verano sin fin

¡Que no panda el cúnico! Ya podéis relajaos donde quiera que estéis. Este 2014, os traigo un regalito de última hora. Os cuento: he anticipado mi carta a sus Majestades de Oriente y después de unas santas, aunque no por ello menos duras negociaciones, hemos alcanzado un exitoso acuerdo. Señores: para todos ustedes y por siempre jamás, ya pueden gozar de un VERANO SINFÍN. ¡Totalmente, garantizado!
Se acabó la temida operación retorno, ni hablar del traumático estrés postvacacional o la agobiante cuesta de septiembre. La tan temida vuelta al cole será sólo un mal recuerdo. Ya podéis despediros del etiquetado de uniformes y el engorroso forrado de libros será, asimismo, cosa del pasado. Lo de renovar los armarios (lo sé, estos críos que insisten en cumplir topicazos del tipo “dar el estirón en verano”) ya no correrá prisa. El tema de la limpieza general, será, a Dios gracias, una batallita del pasado.
Nada de rellenar telediarios con los gastos que supone el regreso al dulce hogar, ni esos malditos consejitos para reincorporarse a la rutina laboral sin traumas (¡qué mal fario!, yo creo que hacen un corta pega cada año, ¿no?). Nunca más esos papis con sus retoños a moco tendido en la puerta del cole. Jamás de los jamases serás sometido a un tercer grado sobre tu estancia veraniega ni habrás de escuchar esas peripecias vacacionales, que tanta ilusión te hacen.

Amigos, acabo de salvaros la vida… ¡De nada!
¡Ay, el verano! No es ningún secreto que mi “particularidad” (me he prohibido, a mí misma, llamarlo “idiotez”), viene desde la infancia. Me nacía hacer un poco de drama y solía acompañar el acontecer de mi pequeña vida con una “buena” banda sonora.
Por ejemplo, era costumbre en mi pandilla, en los días hermanos a los que ahora corren, esos en los que tocaba darse la dirección postal y el número de teléfono (jamás hubiésemos añadido “fijo”, si no había otro, bueno, sí, el zapatófono del Inspector Gadget o el Superagente 86, pero ninguno de nosotros lo teníamos)… ¡Mare meua, si es que estoy hablando del siglo pasado!, “yoboró jijú jijú, yoboró jijú jijú, yoboró jiiiijuuuuuú jiiijuuuuú”, se me viene la canción del abuelito, lo que os decía: acción-reacción, sacar un tema y escuchar unos compases o acompañarlo con algún soniquete, por descabellado que suene.
A lo que iba, nuestra costumbre pandillera, por aquel entonces, no era otra que regodearnos en nuestro terrible sufrimiento con las acompasadas voces del eterno Dúo Dinámico, para despedir “el mejor verano de nuestras vidas”. Hasta que la cinta se rayaba de tanto replay o alguno de los chicos, consciente de que ese año tampoco pillaría, apagaba la casete y nuestros sollozos al grito de “¡quitad ya esta mierda!”.
Fui creciendo (poquito, eso sí) y la música siguió fiel a mi vida y a las personas que la habitan.
¡Qué bonito es el amor de verano!, ¿verdad? Normalmente, está asociado a algo fugaz, fulminante, intenso, como una buena ola. Sin embargo, paradójicamente, de aquella pandilla, nacieron al menos cuatro matrimonios que aún perduran, entre ellos el mío, sin ir más lejos. A los cuatro les tengo puesta banda sonora, aunque seguro que ellos tienen la suya propia e imagino que todas deben saber un poquito a mar, a Luis Miguel, Duncan Dhu, Danza Invisible, Shakira, U2, Europe o Sergio Dalma, y aunque nadie lo llame, seguro que se presenta ¡Georgie Dann!
Mi marido me ha “sugerido” que no lo mencione en estos pequeños encuentros semanales. ¡Será kamikaze!, sabiendo que ir a la contra es el único deporte en el que no tengo rival. Pues toma: ¡dos tazas!
Corría el año 89, viernes 3 de agosto, fiesta de la espuma en la discoteca Triángulo de Los Alcázares, habíamos salido los de siempre y yo estaba escayolada. Enrique Búnbury, cuando aún era un héroe del silencio, nos confesaba que la noche es toda magia y que un duende-e te invita a soña-ar. De repente, me vi sepultada por una burbujeante montaña blanca y todos me abandonaron en cero coma, sobretodo tú, que pretendías ser más que amigo. En ese espumoso momento supe que serías el hombre de mi vida, comprendí que tenía que rescatarte.
Desde aquella noche, las canciones y los días han ido cayendo inevitables sobre nosotros. Desde “Contigo aprendí”, “De niña a mujer” o “Adoro”, pasando por “Y sin embargo, te quiero”, hasta “callarte la boca con mis besos” o con lo que sea e incluso, “a veces te mataría, otras en cambio, te quiero comer” lo mismito que le pasa a los buenos de Amaral. Pero, corazón, mientras que sigan sonando las de amor, vamos bien.
Por último, aunque el acuerdo que abrió esta plática quedó cerrado y bien atado, no sería la primera vez que algún regalico se quede al fondo del saco real (de los Magos, malpensados).
Por tanto,
no quisiera despedirme,
sin aprovechar la ocasión
de gritar al mundo entero
que fue un placer muy placentero,
redundante y verdadero,
cada vez que hubo ocasión,
compartir en La Opinión,
con todos ustedes
cómo lo llevo.
Ni Shakespeare,

¡Oh, My Good!

Texto e imagen: Santi Jiménez.

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