¡Que
no panda el cúnico! Ya podéis relajaos donde quiera que estéis.
Este 2014, os traigo un regalito de última hora. Os cuento: he
anticipado mi carta a sus Majestades de Oriente y después de unas
santas, aunque no por ello menos duras negociaciones, hemos alcanzado
un exitoso acuerdo. Señores: para todos ustedes y por siempre jamás,
ya pueden gozar de un VERANO SINFÍN. ¡Totalmente, garantizado!
Se
acabó la temida operación retorno, ni hablar del traumático estrés
postvacacional o la agobiante cuesta de septiembre. La tan temida
vuelta al cole será sólo un mal recuerdo. Ya podéis despediros del
etiquetado de uniformes y el engorroso forrado de libros será,
asimismo, cosa del pasado. Lo de renovar los armarios (lo sé, estos
críos que insisten en cumplir topicazos del tipo “dar el estirón
en verano”) ya no correrá prisa. El tema de la limpieza general,
será, a Dios gracias, una batallita del pasado.
Nada
de rellenar telediarios con los gastos que supone el regreso al dulce
hogar, ni esos malditos consejitos para reincorporarse a la rutina
laboral sin traumas (¡qué mal fario!, yo creo que hacen un corta
pega cada año, ¿no?). Nunca más esos papis con sus retoños a moco
tendido en la puerta del cole. Jamás de los jamases serás sometido
a un tercer grado sobre tu estancia veraniega ni habrás de escuchar
esas peripecias vacacionales, que tanta ilusión te hacen.
Amigos,
acabo de salvaros la vida… ¡De nada!
¡Ay,
el verano! No es ningún secreto que mi “particularidad” (me he
prohibido, a mí misma, llamarlo “idiotez”), viene desde la
infancia. Me nacía hacer un poco de drama y solía acompañar el
acontecer de mi pequeña vida con una “buena” banda sonora.
Por
ejemplo, era costumbre en mi pandilla, en los días hermanos a los
que ahora corren, esos en los que tocaba darse la dirección postal y
el número de teléfono (jamás hubiésemos añadido “fijo”, si
no había otro, bueno, sí, el zapatófono del Inspector Gadget o el
Superagente 86, pero ninguno de nosotros lo teníamos)… ¡Mare
meua, si es que estoy hablando del siglo pasado!, “yoboró jijú
jijú, yoboró jijú jijú, yoboró jiiiijuuuuuú jiiijuuuuú”, se
me viene la canción del abuelito, lo que os decía: acción-reacción,
sacar un tema y escuchar unos compases o acompañarlo con algún
soniquete, por descabellado que suene.
A
lo que iba, nuestra costumbre pandillera, por aquel entonces, no era
otra que regodearnos en nuestro terrible sufrimiento con las
acompasadas voces del eterno Dúo Dinámico, para despedir “el
mejor verano de nuestras vidas”. Hasta que la cinta se rayaba de
tanto replay o alguno de los chicos, consciente de que ese año
tampoco pillaría, apagaba la casete y nuestros sollozos al grito de
“¡quitad ya esta mierda!”.
Fui
creciendo (poquito, eso sí) y la música siguió fiel a mi vida y a
las personas que la habitan.
¡Qué
bonito es el amor de verano!, ¿verdad? Normalmente, está asociado a
algo fugaz, fulminante, intenso, como una buena ola. Sin embargo,
paradójicamente, de aquella pandilla, nacieron al menos cuatro
matrimonios que aún perduran, entre ellos el mío, sin ir más
lejos. A los cuatro les tengo puesta banda sonora, aunque seguro que
ellos tienen la suya propia e imagino que todas deben saber un
poquito a mar, a Luis Miguel, Duncan Dhu, Danza Invisible, Shakira,
U2, Europe o Sergio Dalma, y aunque nadie lo llame, seguro que se
presenta ¡Georgie Dann!
Mi
marido me ha “sugerido” que no lo mencione en estos pequeños
encuentros semanales. ¡Será kamikaze!, sabiendo que ir a la contra
es el único deporte en el que no tengo rival. Pues toma: ¡dos
tazas!
Corría
el año 89, viernes 3 de agosto, fiesta de la espuma en la discoteca
Triángulo
de Los Alcázares, habíamos salido los de siempre y yo estaba
escayolada. Enrique Búnbury, cuando aún era un héroe
del silencio,
nos confesaba que la noche es toda magia y que un duende-e te invita
a soña-ar. De repente, me vi sepultada por una burbujeante montaña
blanca y todos me abandonaron en cero coma, sobretodo tú, que
pretendías ser más que amigo. En ese espumoso momento supe que
serías el hombre de mi vida, comprendí que tenía que rescatarte.
Desde
aquella noche, las canciones y los días han ido cayendo inevitables
sobre nosotros. Desde “Contigo aprendí”, “De niña a mujer”
o “Adoro”, pasando por “Y sin embargo, te quiero”, hasta
“callarte la boca con mis besos” o con lo que sea e incluso, “a
veces te mataría, otras en cambio, te quiero comer” lo mismito que
le pasa a los buenos de Amaral. Pero, corazón, mientras que sigan
sonando las de amor, vamos bien.
Por
último, aunque el acuerdo que abrió esta plática quedó cerrado y
bien atado, no sería la primera vez que algún regalico se quede al
fondo del saco real (de los Magos, malpensados).
Por
tanto,
no
quisiera despedirme,
sin
aprovechar la ocasión
de
gritar al mundo entero
que
fue un placer muy placentero,
redundante
y verdadero,
cada
vez que hubo ocasión,
compartir
en La Opinión,
con
todos ustedes
cómo
lo llevo.
Ni
Shakespeare,
¡Oh,
My Good!
Texto e imagen: Santi Jiménez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario