Me
encanta ir en autobús, me relaja. A veces tomo uno cualquiera sin
rumbo ni destino y me dejo envolver por el traqueteo. Me place
apoyarme en el cristal y ver pasar la ciudad como pequeñas
postalitas, ahora navideñas. Otras, aprovecho para leer ese libro al
que le tengo ganas y la rutina de a pie no me deja hincar el diente.
Ése es mi pequeño momento, cuando el autobús se convierte en
burbuja. Me fascina el repertorio de personajes que lo van ocupando,
como un continuo desfile de almas. Acostumbro incluso, a inventar
historias sobre ellos, a imaginar sus vidas.
Me
gusta viajar en silencio, pero puedo escuchar si se brinda la
ocasión. Tengo la teoría de que la gente que se dirige a ti en el
autobús no necesita mucha réplica, sino más bien que la escuches.
A
mí me han contado de todo, historias para todos los gustos y
colores. Algunas se han transformado en canciones o poemas, otras, en
cuadros. La última me la contó un señor el pasado martes. Se
situó frente a mí señalando el asiento vacío de mi lado y me
preguntó si estaba ocupado. A pesar de la obviedad y de mi urgencia
por leer mi libro, procuré no poner los ojos en blanco ni nada como
una buena chica y negué educadamente con una sonrisa.
En
cuanto se sienta, me mira de reojo con toda la pinta de querer hablar
(Adiós libro).
- Estoy huyendo- me dice.
- ¿Y quién no?- le respondo con tono filosófico creyendo que bromeaba.
- Estoy huyendo de la soledad.
- Claro, como todos.- Me resigno, confirmado: no voy a poder leer ni una sola línea.
- ¿Sabes por qué monto en autobús? Para no estar sólo. Antes no me he explicado. Hace tiempo que nunca estoy solo. Aunque no haya nadie más.
Me
estaba entrando un poco de miedito, pero me esforcé por seguirle la
conversación y ver cómo acababa la cosa.
-
¿Y desde cuándo le ocurre tal cosa?
El
hombre continuó absorto por donde lo había dejado:
-Desde
el primer momento supe que no estaba solo. Noté su aliento en mi
nuca nada más cruzar el umbral y el eco de unos pasos tras los míos
al cerrar la puerta. Al principio intenté desechar estos
sentimientos y convencerme de que todo se debía al estrés y los
nervios causados por el viaje y los últimos acontecimientos. Me
dispuse a colocar diligentemente todas mis pertenencias, ya sabes,
buscarles un hogar en su nueva casa. Deseaba acabar cuanto antes con
el desembalaje, darme un baño y ordenar mis sentimientos en brazos
Morpheo.
Necesitaba
mantenerme ocupado e intentar adormecer esa sensación de ser
vigilado. La verdad es que el crujir de la madera tras de mí no
facilitaba la tarea, por suerte siempre viajo con mis hierbas y me
preparé una tila para calmarme un poco. Regresé a la habitación y
el hecho de que las prendas que había dejado de cualquier manera
sobre la cama estuviesen perfectamente ordenadas en el armario
deshizo por completo el trabajo de la tila. Hasta hoy no ha habido un
sólo día en que no me sobresalte un objeto mudado de lugar, un
canal de televisión que cambia como por arte de magia y, cuando
llega la noche es aún peor, sé que alguien comparte mi cama.
- ¿Y puedo saber por qué se cambió de residencia?
- Bueno, fue muy duro perder a mi mujer, hemos compartido toda una vida, desde niños y creí que me vendría bien un cambio de aires.
El
hombre me miró con ojos vidriosos y creo que no faltó un solo vello
que no se me pusiera en pie. Comprendí que, en efecto, hay amores
más allá de la muerte y que esa presencia angustiosa no era otra
que su mujer, ese incomprendido ángel de la guarda, que estaba
ansioso por que él la reconociese y no pasar su primera Navidad
separados.
Texto e imagen: Santi Jiménez
Los viajes en bus pueden dar origen a aventuras maravillosas, mire, si no, al protagonista de Kafka en la Orilla de Murakami.
ResponderEliminarCierto, muchas gracias por leer.
Eliminar