jueves, 12 de marzo de 2015

El árbol


Era un árbol con las raíces hacia el cielo y las esperanzas por las nubes. Aquel árbol siempre estuvo atento a nosotros. Fue cuna, cobijo y trampa. En aquel Árbol de la Sabiduría aprendí, me enseñaste, nos enseñó los placeres del bien y del mal, lo poco que sé del amor sin ti y lo mucho de la felicidad contigo. Ese árbol nos enseñó a brotar esperanzas y a tragárnoslas. En sus ramas anidaban como plumas las dudas y las respuestas, coquetas e inalcanzables.
He vuelto mil veces junto a su tronco a buscarnos, caminando sigilosa con la ilusión inquieta de que aún estuviésemos allí, siendo niños, intercambiando secretos, tebeos y sueños, como hojas del aire, del sol, del agua y de la savia.
Recuerdo que cada verano yo trenzaba mi pelo a un lado para aliviar el calor y tú me pedías que dibujase aquel árbol en tu hombro izquierdo, a veces con tinta, a veces con barro a veces sólo con el dedo. Aquella imagen amada se posaba en tu piel brillante por el sudor, los juegos y la vida. Repetíamos aquellos trazos casi como un mantra, los dibujábamos con los ojos cerrados, con la mano izquierda o la derecha, sobre la tierra, sobre los cuadernos, sobre las cartas de invierno y sobre los recuerdos.
Y recuerdo que éramos dos náufragos, dos fugitivos o dos piratas. Y tú me asegurabas que cuidarías de mí, que si lo deseábamos, podíamos vivir siempre allí, que nos vestiríamos con la piel de los animales, que comeríamos de la caza y la pesca, de los frutos del árbol, que no necesitábamos nada ni a nadie. Lucías tan orgulloso y satisfecho como si fuese verdad y yo te creía como no he creído nunca a nadie jamás.
Los veranos se iban sucediendo. Y cada año, un anillo más en aquel tronco y un nuevo repaso a nuestros nombres en su corteza. Y cada año, las ganas renovadas de encontrarnos bajo su amparo, de contarnos los fríos del invierno y apagarlos.
Pasó como pasa el tiempo, sin detenerse y llegaron las hormonas, los pechos, la barba incipiente, los cuerpos nuevos recibidos en un paraíso viejo. Y así, yo trenzaba mi pelo desnuda y tú besabas mi cuello indefenso y enredábamos nuestros troncos bajo el tronco y nos olvidábamos de las cuentas y los cuentos. Y así renovamos los motivos y los juegos bajo el mismo punto de encuentro.
Pero las hojas a veces se caen, a veces se las lleva el viento y así fue que llegó un verano de hojas impares y por primera vez, me quedé sola, una sola sombra proyectada sobre el suelo. Colgada de una rama el alma triste como una niña sin cuento. Supe de ti por el viento. Erasmus, el trabajo y otros sinsentidos que mudan la vida hicieron el resto. Y nunca más se supo.
Pero fíjate que hoy me he vuelto a acordar de ti, de nuestros juegos y nuestras promesas, de aquel paraíso querido y huérfano.
Hoy que hace un día de campo perfecto, me he acercado a nuestro árbol, como quien va a visitar a un enfermo y allí bajo su sombra hay un hombre, lleva tan solo un pantalón ancho y los pies descalzos. Ha debido quitarse la camisa por el calor. Hace malabares y ríe bajo la atenta mirada de una mujer. La mujer lleva el pelo trenzado y la felicidad prendida.
El hombre se ha girado en una ágil cabriola quedando de espaldas a mí, mostrando el beso de un árbol tatuado en su hombro izquierdo.

Se me han acelerado paso y corazón, han llegado mil mariposas pretéritas y me he alejado de una mano ajena, ajena a la tuya que, condescendiente, me ha devuelto tu tacto, como nuevo. 
Texto: Santi Jiménez
Obra: Álvaro Ruiz Núñez. 

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