viernes, 20 de noviembre de 2015

Huesos de albaricoque

Ni siquiera podía decir que la sala fuese fría ni el trato desagradable. En la pared de la estancia, un Gerhard Richter la observaba de espaldas. Las manos le sudaban y sentía el cuerpo frío y la cabeza caliente. El corazón galopaba, mientras proyectaba mentalmente lo que deseaba que sucediese ahí dentro.

La diligente enfermera se le acercó sin dejar de sonreír (parecía sincera y le supuso mucha práctica) y la animó a tomarse un café, pues llevaban bastante demora.

Se fue a la cafetería, sonaba Sage Francis. Sabía que no podría probar bocado, pero pidió un café para justificar su asiento. 

Sacó su bloc de notas y escribió:

"Todo va a salir bien".

Necesitaba que alguien se lo dijera, pero había decidido ir sola y mantener el secreto, en caso de que fuese necesario. 
Tratar de ahorrar el mal ajeno como si esto fuese posible, era su especialidad. 
Continuó escribiendo:

"Amapolas a pie de carretera".

"Trenes que no cesan".

"Besos que borran el mundo".

"Una manta en el sofá".

Estaba buscando lugares felices, esas eran imágenes recurrentes a las que solía recurrir en casos de fuerza mayor.

Cerró los ojos y sintió un esquivo beso adolescente y una mano de diez años estrechando la suya. Los reconoció.

Recordó su foto escolar, aquella niña de coletas rubias y gafas de pasta, la de las preguntas infinitas y el eterno resfriado, la que recogía animales y ocultaba poemas, cuentos y dibujos debajo del colchón; la que quería tener ocho hijos.

Sin saber porqué se acordó de la colonia mágica de su madre, la que la ayudaba a dormir. Pensó en aquel perro llamado "Tranquilo", al que cuidaban todos los chicos de la calle y que un día no apareció más, y en los silbatos hechos con hueso de albaricoque. Canturreó para sí la canción del Un, dos, tres, la del Cola Cao, aquella del negrito y la de la familia Telerín, absurdamente y por ese orden.

"Huesos de albaricoque", dijo en voz alta y la impertinente alarma de su móvil le recordó que ya era la hora, sonó igual que cuando la despertaba de un dulce sueño. Se levantó, abandonando intacto y frío su café y se dirigió de nuevo a la consulta.

Allí no escuchó nada de lo que quería oír. Nada salió como deseaba.

Entendió entonces, lo que ya sabía, que la vida no siempre va de lo que uno quiere. Y supo entonces, lo que imaginaba, que cuando ya no puedes más, vas y puedes y que la única opción es siempre la alegría.

Salió sin muchas ceremonias de la consulta y susurró: "Bueno, ya veremos".

Texto: Santi Jiménez
Imagen: Gerhard Richter

No hay comentarios:

Publicar un comentario