viernes, 14 de agosto de 2015

Un te quiero en el cajón

Sabía que estaba muerta, aunque el cadáver caminara y pudiera hablar.
Los sueños la habían abandonado la primavera anterior y los veía alejarse de uno en uno calle abajo, confundidos, cabizbajos, decepcionados, diluyéndose. En realidad, no estaba segura de quién había soltado la mano a quién, pero tal debate tampoco tenía sentido ahora que, como decimos, ya estaba muerta; no obstante, ya había perdonado a la vida por tan prematuro abandono.
La fallecida podía ir perfectamente a por el pan y hablar incluso con los vecinos, no dejó ni un solo día de regar sus plantas ni de poner la lavadora, a pesar de su condición de perfecta difunta. Desde aquella primavera, su vida le era tan ajena que incluso podía disfrutar del espectáculo.
Reconocía que estaba muerta porque ya no escribía. Y no escribía para que las cosas no sucedieran, para no sentirlas, para no saberlas, para no recordarlas. Sin embargo, recordaba que lo último que se había permitido escribir era una carta, enviada a sí misma y mancillada por las lágrimas. Esa carta le daría fuerzas en caso de que olvidase su letal condición. Desde ese preciso momento había decidido callar a su estúpido corazón, a su insensata razón y a su atolondrada alma y guardarlos para siempre en el cajón de la ropa interior. Muerto el perro se acabó la rabia: no más tragedias, no más dramas, no más placeres, no más alegrías.
No podía negar que, en ocasiones, aunque aliviada se sentía realmente sola, pero es bien sabido que es ésta una condición inherente a los no vivos.
Estando tan muerta como estaba, le resultaba curioso que esa noche la visitase la tristeza y le trajera a la memoria aquella última noche en vida. Las ganas de llorar curiosamente se habían instalado de nuevo en su garganta, cargadas con bastante equipaje como si pensaran quedarse una larga temporada.
De verdad, esto se escapaba a toda lógica. Y así supo lo que tenía que hacer. Había llegado el momento de volver sobre sus palabras.
Se dirigió a su dormitorio y extrajo la carta que ocultaba bajo llave en aquel cajón. Se dispuso a leer con mano firme y voz temblorosa.

La misiva comenzaba con la tinta corrida y así:
Decir adiós es de valientes, sobre todo si te despides de lo que te causa y te quita la vida. Mi vida parecía ya decidida, caminaba sosegada por raíles sabidos hasta que llegaste tú y la pusiste patas arriba, acabando con el mundo como lo conocía, con sus garantías, con mis certezas, mudando el color de las cosas y desordenando sus olores y sabores, para siempre.
Y empecé a quererte por los dos. Ya no era feliz si no dormía en tu boca, si no me abrazabas por la espalda y dibujabas un caminito de besos desde mi nuca hasta el corazón. Se callaron todas las voces y tú ocupaste todas las canciones. Por mi parte, yo me dediqué a quererte en silencio para no despertar tu malparado corazón. Sólo el silencio respondía a esas dos palabras que ahogué mientras pude para no importunarte, hasta que brotaron descaradas y urgentes y se encontraron sin el eco de tu voz.
Ya no puedo más, ya no aguanto esta sordera. Hoy me bajo de la vida. Hoy, me muero.”

Imagen: Christian Schloe
Texto: Santi Jiménez


No hay comentarios:

Publicar un comentario