miércoles, 9 de septiembre de 2015

Tú me sostienes

A veces, sostener a alguien te ayuda a no caerte. Ocurrió así entre nosotros, creo.
Ambos teníamos los pies a tres centímetros de ese precipicio llamado vida. Tú estabas perdido y yo no me encontraba por ninguna parte. Me agarré a ti con todas mis fuerzas sin preguntar y tú te dejaste asir sin mediar palabra. Y la vida fue más fácil temporalmente. Llegaron las sonrisas, la luna parecía brillar satisfecha, las noches cobraron vida y el Paraíso se fue acercando a la Tierra.
Temíamos y necesitábamos esa dicha desconocida, quizá por ello, nos forzamos a despedirnos hasta en cinco ocasiones. Aquello no podía ser, no era lo establecido, no era el momento, no era adecuado ni correcto. Cuarenta y ocho horas máximo de incomunicación, de caras largas, de ojos húmedos hasta que uno u otro descolgaba el teléfono y se encontraba con un sí dichoso y un feliz hueco en la agenda. Aquello no era lo que conocíamos, pero era lo que teníamos, lo que necesitábamos, era nuestro.

Así que prometimos no decir nunca adiós, quizá por eso aún no te has marchado aunque ya no estés. Las palabras no pronunciadas corren el riesgo de no existir, de mutar o de hacerse eternas.
Qué insignificante es este “Te echo de menos” para explicar este vacío sin ti. El dolor, sobre todo en noches como ésta, noches sin luna ni estrellas, noches de cama vacía, es tan agudo, tan certero que se torna algo físico. Siento tu ausencia aquí, en mi pecho, se agarra a mí como unas manos desesperadas y me reprocha que nos diera por perdidos sin intentarlo una sexta vez.
La herida sigue abierta, sangrante, mal curada y sin embargo, me hace sentir ciertamente viva, sinceramente idiota.
Todavía me parece que te veo venir, en un rostro ajeno se perfila tu sonrisa de ojos achinados, recibiéndome y recuerdo los besos siempre tímidos de nuestros encuentros, besos en las mejillas, tan absurdos como nosotros.
Y no sabes cuántas veces he escuchado tu voz a mis espaldas, salía de una boca forastera y decía cosas estúpidas como que aún me quieres y he vuelto a sentir ese latido que lleva tu nombre. Te he encontrado en otras formas de caminar, similares a la tuya y he seguido sus pasos en una especie de locura suicida y absurda, porque nunca eras tú.
Hoy, como tantas veces, he subido al coche sin rumbo, necesitaba pensar en ti, soñar contigo. No sabía muy bien a dónde me dirigía, como cuando salíamos a cenar de improviso y tú decías sonriente y confuso: “No sé ni a dónde voy”. Poco importaba, el destino siempre era perfecto, porque el destino eres tú.
Las ruedas se han detenido junto a la gasolinera donde nos besamos por primera vez. Mis lágrimas han brotado con ira y con nostalgia, aferrándose a uno de esos estúpidos porqués que me persiguen.
Y de repente,
tú.
Y de nuevo,
tus labios.
Y otra vez,

la sorpresa del primer beso.
Texto: Santi Jiménez
Imagen: François Sola

No hay comentarios:

Publicar un comentario