A
veces, sostener a alguien te ayuda a no caerte. Ocurrió así entre
nosotros, creo.
Ambos
teníamos los pies a tres centímetros de ese precipicio llamado
vida. Tú estabas perdido y yo no me encontraba por ninguna parte. Me
agarré a ti con todas mis fuerzas sin preguntar y tú te dejaste
asir sin mediar palabra. Y la vida fue más fácil temporalmente.
Llegaron las sonrisas, la luna parecía brillar satisfecha, las
noches cobraron vida y el Paraíso se fue acercando a la Tierra.
Temíamos
y necesitábamos esa dicha desconocida, quizá por ello, nos forzamos
a despedirnos hasta en cinco ocasiones. Aquello no podía ser, no era
lo establecido, no era el momento, no era adecuado ni correcto.
Cuarenta y ocho horas máximo de incomunicación, de caras largas, de
ojos húmedos hasta que uno u otro descolgaba el teléfono y se
encontraba con un sí dichoso y un feliz hueco en la agenda. Aquello
no era lo que conocíamos, pero era lo que teníamos, lo que
necesitábamos, era nuestro.
Así
que prometimos no decir nunca adiós, quizá por eso aún no te has
marchado aunque ya no estés. Las palabras no pronunciadas corren el
riesgo de no existir, de mutar o de hacerse eternas.
Qué
insignificante es este “Te echo de menos” para explicar este
vacío sin ti. El dolor, sobre todo en noches como ésta, noches sin
luna ni estrellas, noches de cama vacía, es tan agudo, tan certero
que se torna algo físico. Siento tu ausencia aquí, en mi pecho, se
agarra a mí como unas manos desesperadas y me reprocha que nos diera
por perdidos sin intentarlo una sexta vez.
La
herida sigue abierta, sangrante, mal curada y sin embargo, me hace
sentir ciertamente viva, sinceramente idiota.
Todavía
me parece que te veo venir, en un rostro ajeno se perfila tu sonrisa
de ojos achinados, recibiéndome y recuerdo los besos siempre tímidos
de nuestros encuentros, besos en las mejillas, tan absurdos como
nosotros.
Y
no sabes cuántas veces he escuchado tu voz a mis espaldas, salía de
una boca forastera y decía cosas estúpidas como que aún me quieres
y he vuelto a sentir ese latido que lleva tu nombre. Te he encontrado
en otras formas de caminar, similares a la tuya y he seguido sus
pasos en una especie de locura suicida y absurda, porque nunca eras
tú.
Hoy,
como tantas veces, he subido al coche sin rumbo, necesitaba pensar en
ti, soñar contigo. No sabía muy bien a dónde me dirigía, como
cuando salíamos a cenar de improviso y tú decías sonriente y
confuso: “No sé ni a dónde voy”. Poco importaba, el destino
siempre era perfecto, porque el destino eres tú.
Las
ruedas se han detenido junto a la gasolinera donde nos besamos por
primera vez. Mis lágrimas han brotado con ira y con nostalgia,
aferrándose a uno de esos estúpidos porqués que me persiguen.
Y
de repente,
tú.
Y
de nuevo,
tus
labios.
Y
otra vez,
la
sorpresa del primer beso.
Texto: Santi Jiménez
Imagen: François Sola
No hay comentarios:
Publicar un comentario