Estoy
pez sí, estoy pez en general y en la vida en particular. Estoy
también en la calle Pez, que así se llama la calle que acoge a
nuestro hotel. Es la primera vez que os escribo desde la habitación
de un hotel y lo hago con el portátil sobre la cama, sentada como un
indio y sin saber muy bien a dónde me llevarán las palabras. Me da
puntito esto de escribir en semejante escenario, aunque para hacerlo
bien, debería estar acabando con las provisiones del minibar y
fumando cigarrillos alargados de manera sexy con mi camisón de seda
y un tirante despistado. En lugar de eso, estoy mordisqueando una
galleta Príncipe, con una pinza en el pelo y calcetines de huellas
en mis pies y, para colmo de males, nadie me muerde el cuello ni me
aparta el pelo, mientras yo escribo, ni se oye un piano a lo lejos ni
tan siquiera un poco de jazz.
Pero
estoy contenta, la vida va adoptando algunas de sus posturas
favoritas y eso se nota.
Habíamos
reservado una habitación ordinaria, pero Venus se ha confabulado con
no sé qué constelación y nos han tenido que reubicar en una suite
para seis personas, con televisor en el jacuzzi, cama redonda y una
cama triple, que es desde la que os escribo. La triple cama ostenta
tres grandes almohadones que lucen en su centro una gran A bordada.
La A no sé si es de “amor”, de “alegría”, de “amanecer”
o de “aleluya”, según mi hija es la inicial del nombre del
hotel, pero no creo que a nadie se le ocurriese algo tan simplista.
Los almohadones me miran impasibles y condescendientes, adivinan que
no tengo ni idea de lo que hago. Creo que les contagio mis bostezos y
les está dando algo de sueño pero tenemos un artículo entre manos:
¡placer obliga!
Ahora
es tiempo de primeras veces.
Primera
vez que viajo a Madrid, al volante.
Primera
vez que me dice el GPS dónde y cómo tengo que ir. Primera vez que
me como un bocadillo de calamares en la Plaza Santa Ana, acompañada
por el Teatro Español, Calderón de la Barca y Federico García
Lorca. Creo que ellos están tan estupefactos como yo (y tal vez,
igual de satisfechos) ante este grupo de adolescentes que han tomado
la plaza, que miran fijamente hacia un balcón y que corean en inglés
las canciones de su banda favorita. Banda que, por otra parte, hoy me
regalará siete horas de cola y dos de concierto.
¡Oh,
Dios! Uno de los componentes de la banda se ha asomado durante un
microsegundo al balcón, ha saludado con el signo del rock en su mano
y ha provocado algún que otro desmayo, varias lágrimas y gritos de
júbilo de aquí a Navidad. Creo que ésa es otra de las posturas
favoritas de la vida y creo que todas y cada una de estas niñas se
ha dado por besada, con uno de esos besos de cerrar los ojos y caerse
de espaldas.
Me
las ingenio para arrancar a mi hija de la plaza, regresamos por las
calles de Madrid de vuelta hacia el hotel. Veo los sueños e
ilusiones por encima de su cabeza, algunos se le enredan en el pelo y
le arrancan suspiros. Va enviando entusiastas mensajes de voz a todos
sus amigos, contando detalles insospechados de lo que acaba de vivir
y entiendo que, efectivamente, ésa es otra de las posturas favoritas
de la vida.
Subimos
en volandas las escaleras de madera del hotel, Marilyn por un casual
nos recibe en la entrada, la han atrapado en un cuadro y le han
montado un altarcito (no saben que sigue viva, quizá).
Y
aquí estoy, escribiendo para vosotros, para mí, para mi hija, para
la vida y en la triple cama que me acomoda se adivina, sin embargo,
un vacío que no sé muy bien a quién o qué pertenece.
¡Feliz
jueves!
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