lunes, 11 de mayo de 2015

Calle Pez

Estoy pez sí, estoy pez en general y en la vida en particular. Estoy también en la calle Pez, que así se llama la calle que acoge a nuestro hotel. Es la primera vez que os escribo desde la habitación de un hotel y lo hago con el portátil sobre la cama, sentada como un indio y sin saber muy bien a dónde me llevarán las palabras. Me da puntito esto de escribir en semejante escenario, aunque para hacerlo bien, debería estar acabando con las provisiones del minibar y fumando cigarrillos alargados de manera sexy con mi camisón de seda y un tirante despistado. En lugar de eso, estoy mordisqueando una galleta Príncipe, con una pinza en el pelo y calcetines de huellas en mis pies y, para colmo de males, nadie me muerde el cuello ni me aparta el pelo, mientras yo escribo, ni se oye un piano a lo lejos ni tan siquiera un poco de jazz.
Pero estoy contenta, la vida va adoptando algunas de sus posturas favoritas y eso se nota.
Habíamos reservado una habitación ordinaria, pero Venus se ha confabulado con no sé qué constelación y nos han tenido que reubicar en una suite para seis personas, con televisor en el jacuzzi, cama redonda y una cama triple, que es desde la que os escribo. La triple cama ostenta tres grandes almohadones que lucen en su centro una gran A bordada. La A no sé si es de “amor”, de “alegría”, de “amanecer” o de “aleluya”, según mi hija es la inicial del nombre del hotel, pero no creo que a nadie se le ocurriese algo tan simplista. Los almohadones me miran impasibles y condescendientes, adivinan que no tengo ni idea de lo que hago. Creo que les contagio mis bostezos y les está dando algo de sueño pero tenemos un artículo entre manos: ¡placer obliga!
Ahora es tiempo de primeras veces.
Primera vez que viajo a Madrid, al volante.
Primera vez que me dice el GPS dónde y cómo tengo que ir. Primera vez que me como un bocadillo de calamares en la Plaza Santa Ana, acompañada por el Teatro Español, Calderón de la Barca y Federico García Lorca. Creo que ellos están tan estupefactos como yo (y tal vez, igual de satisfechos) ante este grupo de adolescentes que han tomado la plaza, que miran fijamente hacia un balcón y que corean en inglés las canciones de su banda favorita. Banda que, por otra parte, hoy me regalará siete horas de cola y dos de concierto.
¡Oh, Dios! Uno de los componentes de la banda se ha asomado durante un microsegundo al balcón, ha saludado con el signo del rock en su mano y ha provocado algún que otro desmayo, varias lágrimas y gritos de júbilo de aquí a Navidad. Creo que ésa es otra de las posturas favoritas de la vida y creo que todas y cada una de estas niñas se ha dado por besada, con uno de esos besos de cerrar los ojos y caerse de espaldas.
Me las ingenio para arrancar a mi hija de la plaza, regresamos por las calles de Madrid de vuelta hacia el hotel. Veo los sueños e ilusiones por encima de su cabeza, algunos se le enredan en el pelo y le arrancan suspiros. Va enviando entusiastas mensajes de voz a todos sus amigos, contando detalles insospechados de lo que acaba de vivir y entiendo que, efectivamente, ésa es otra de las posturas favoritas de la vida.
Subimos en volandas las escaleras de madera del hotel, Marilyn por un casual nos recibe en la entrada, la han atrapado en un cuadro y le han montado un altarcito (no saben que sigue viva, quizá).
Y aquí estoy, escribiendo para vosotros, para mí, para mi hija, para la vida y en la triple cama que me acomoda se adivina, sin embargo, un vacío que no sé muy bien a quién o qué pertenece.

¡Feliz jueves!

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